domingo

La lengua de Jesús

Revisando papeles viejos encuentro una agenda de hace quince años. Voy derecho al directorio telefónico. Entre otras caras del pasado, leo un escueto “Sergio de Morón (Motorhead)”, y un recuerdo me atropella:


Correr con toda el alma cuando todavía resuena el retuntún de Overkill en tus oídos, es algo irreal, pero viene al caso. Tiene el ritmo, por lo menos.
Uno quisiera separar las experiencias, sentarse un rato a la salida del recital de Motörhead, degustar ese vibrar del pecho con el doble bombo de la batería y el pizzicato de Lemmy, y dejar la parte atlética para otro momento, pero otras urgencias nos reclaman.
- ¡Corré boludo, que la yuta viene levantado a todos!, -alguien me grita.
Uno quisiera pensar “para qué correr, si no hice nada, que corran los chorros”, pero demostrando cuán mamífero soy en el fondo, corro sin pensar en cuanto aparecen los depredadores. Corremos, unos cincuenta héroes del metal (camperas de cuero, pelos largos, tachas por todos lados) y yo (campera y pantalón de jean y una remera que me hizo un amigo con la tapa de un disco de Pappo’s Blues) por una calle perpendicular a la avenida Libertador, huyendo del peligro.
Me asalta una duda: “¿Habrá alguna emboscada al final de esta calle?”. Parece tan tranquila, sólo perturbada por el repiqueteo de los borceguíes –héroes del metal y policías tiene el mismo gusto por el calzado, parece-.
Durante siglos los predadores han perfeccionado sus técnicas. Aprovechan esa necesidad atávica de presa de correr cuando la manada corre para llevarte adonde seas más fácil de cazar. “¿Y si en la esquina están escondidos, listos para meternos a todos adentro?”, pienso en un momento de lucidez. No vi los camiones celulares de la policía a la salida del Estadio Obras, sólo la simpática Policía Montada (“¡Mirá, boludo, los burros andan a caballo ahora!”), y la de Antimotines, arreándonos.
- ¡Paren, boludos, paren, que nos están esperando!.
Unos ocho o diez me escuchan y me hacen caso. Uno de pelo corto, arito en la oreja y la infaltable campera de cuero mira hacia la esquina de Libertador –donde empezó nuestra carrera- y confirma que efectivamente nadie nos sigue.
- Se quedaron ahí, los hijos de puta, dice entre resoplidos.

Los demás siguen su carrera loca hacia la otra esquina. Quedan otros dos rezagados: Un gordito petiso todo tatuado y un flaco alto que corre con un ademán gracioso -después sabremos que está rengo de una trifulca anterior-.
- Paren, que están también en la otra esquina, es al pedo correr, -les decimos. Ambos se detienen, recelosos aún.
El petiso es un tatuador, que conozco porque es cliente habitual del negocio en el que trabajo. Extraña coincidencia, todos se conocen de algún lado.
El Flaco toma la iniciativa. Tampoco está vestido como los demás:
- Nos quedemos quietos ahí, en ese jardín. Estos llenan los celulares y se las toman.
Le hacemos caso y nos escondemos como podemos entre las sombras, en silencio.
Se escuchan voces imperiosas y golpes secos, seguidos de algún grito de dolor. Una letanía patética, un llanto persistente se escucha sordamente, de fondo. Adivino que son las chicas que corrían adelante. A un par las conocía de vista, de Halley.
Pasados veinte minutos o más, oímos todos lo mismo: el pseudo silencio de la ciudad. Los autos de la avenida, algún grito lejano (en otras calles hicieron el mismo juego y todavía dura la cacería).
Vemos pasar patrullas por la avenida: son las que andan buscando a los ingenuos que vuelven a la escena del crimen. Cinco minutos más y voy de voluntario hasta la esquina de la calle paralela a Libertador, como unidad de reconocimiento avanzada. El corazón me explota en el pecho -estoy muerto de miedo- pero no puedo hacer el gallina delante de la monada. De hecho, me siento bastante mal por las chicas. Un barrito de culpa que no sé como explicar.
Miro con cautela hacia donde creo que están los ratis y veo la calle despejada. Hago señas y salen todos.
Resultamos ser unos ocho. Nos presentamos. Los que nos conocemos hacemos comentarios graciosos. El Flaco es terrible:
- Como corrías, boludo, con esos tacos que tenés y las lanas al viento parecías un travesti fugando por Godoy Cruz. Si te viera Lemmy…, -sabiendo que no sirve de nada ofenderse, el aludido se ríe (mientras lo hace decide –seguro- que esta noche será la ultima vez que se ponga esas botas ridículas con tacos).
- A las minas se las llevaron también, que hijos de puta, -suelta el que parece ser el más chico del grupo, pinta de ramonero (unos quince años, aunque esa malicia callejera que se le adivina en las pupilas lo desmienta).
Seguimos juntos esa noche. Encontramos donde comprar cervezas y nos gastamos hasta la última moneda. Hablamos del recital, del que también participó Exodus, otras de nuestras bandas favoritas. Pero también de otras bandas, recitales y discos.
No, no matamos a nadie, ni hicimos ningún aquelarre siniestro, ni rompimos nada. Sólo nos quedamos sentados criticando a Metallica, que ya había sacado el álbum negro y añorando los días Master of Puppets. Si, hace quince años.
Después descubrimos que algunos éramos de San Martín y aledaños, y otros de Morón y aledaños. Llegó la hora de separarnos. Quedamos en juntarnos para el próximo recital del veranito menemista: Megadeth.
Anote en el reverso de la entrada el teléfono de un tal Sergio, para coordinar la juntada. Al otro día la pasé a la agenda, puse “Sergio de Morón (Motorhead)” y un número de teléfono.
Nunca lo llamé. El recital se canceló, porque el colorado Mustaine entró otra vez en “rehab”. Nos dieron a cambio entradas para Pappo y los Widowmakers.
Al recital de Pappo me lo perdí. No me dejaron salir del hospital.
Pero esa es otra historia.

Esta modesta historia se escribió un 16 de septiembre, y está dedicada a los caídos por cometer el pecado de ser jóvenes. Entre ellos están los chicos de la Noche de los Lápices, Walter Bulacios, y obviamente, también los ciento noventa y cuatro (cómo cuesta escribir esta cifra) de Cromañon.

sábado

Margarita.

El verano ponía su toque húmedo y sofocante a una Buenos Aires nocturna, que se dejaba embromar sumisa.
Los bohemios son escasos en estas condiciones. Sólo los de la creme somos capaces de sufrir esta densidad atmosférica de sótano con un whisky dudoso entre el vaso y el garguero. Con tal de llenar la oreja de jazz y blues...
Margarita es una hermosa morena, pasando los cuarenta. En la barra de este piringundín, toma muy espigada un champán nacional con un énfasis tal, que merece mas bien uno franchute. Pero es lo que hay.
Sonríe cuando algún galán le dedica una mirada de halago. En alguna parte sentida, cierra los ojos y contonea módicamente un corto vestido negro, sincopando el ritmo aún más. El piano presume de esa conmoción, porque se adorna mejor con silencios y semifusas.
Margarita fue bailarina, media vedette sin suerte y menos convicción, novia eterna -en las sombras anónimas- de un músico otrora de mediana fama (que cuando no se sentía visto ni oído podía tocar Summertime como los dioses), a quién acompaño de gira -sin ilusión ya, pero era lo que había- a México y España. La abandonó en pleno Madrid, una noche de Julio tan caliente como este Enero, después de una discusión estúpida.
En una buhardilla española pasaron sus quince minutos de fama desapercibidos, entre la droga fácil y la vida dura, musa y modelo de un pintor lleno de dudas y complejos.
La cazó una razzia anti ilegales marfileños y la deportaron bastante vehementemente. "Sin empleo y sin oficio", decia la causa.
Hoy trabaja en un negocio de Barracas y apenas le alcanza. Sale a flote haciendo unas velas caseras que prepara a pedido, con lo que está cosechando una fama de manosanta que la incomoda pero es lo que hay.

"El Saco" está sentado solo en la mesa que más interrumpe el paso entre el dudoso escenario y la barra. Es un hombre canoso, percherón, bien vestido (de ahí el sobrenombre de "El Saco", que los mozos y habitués del lugar le pusieron -con algo de matufia rea y lunfarda- porque le quieren sacar propinas o tomarle un poco de ese whiscacho importado). El no ignora estas intenciones. Aprovecha la fingida simpatía y deferencia que provoca su billetera, para ser unos de los parroquianos más insoportables del planeta. Pide "más de la porquería esta" a los gritos, demanda canciones a los músicos que ellos jamás complacen (para tocar por plata, mejor estar en Grandes Valores o en algún combo salsero de los que tocan por Constitución), y dice piropos semi obscenos a cuanta mujer sola pase cerca. Las pocas prostitutas que frecuentan el local visitaron ya su escasa generosidad hace tiempo y hartas, se le alejan.

Ese modestísimo champán que bebe Margarita fue atención del hombretón. Lo aceptó con un guiño al mozo, que se jugaba la propina.
Los maestros terminaron una versión muy sutil de "Take me to the moon" y fueron al descanso con un "Gracias, son ustedes muy amables". Cuatro aplausos y la interrupción del respetuoso silencio les iba llenando la espalda a medida que se retiraban hacia los baños (y hacia la anhelada nueva puesta en órbita).
El pianista pasó adrede cerca de Margarita y le dedicó una mirada de reconocimiento ("Vaya, hoy vale la pena tocar para vos", pareció decirle). La morocha sonrió como sólo una morocha puede hacerlo.
"El Saco" aprovechó el momento para aparecerse con una sonrisa de fauno jubilado e interrumpir ("Interrumpir" debía ser su segundo nombre) la tácita comunicación.
- Disfruta la música, parece...
- Si. Gracias, caballero, pero no se hubiera molestado... - pensando en el viejo mozo (al que le conocía los nietos por las fotos de la billetera), fue amable.
- Por favor, usted lo merece. Esa Coca llevaba más de una hora abierta.
Ocultando una mueca de desprecio, la mujer sonrió con una sonrisa de vidrio.
- Bueno, le agradezco la invitación...
"El Saco" giró sobre sus talones, dio un paso y medio hacia su mesa y se volvió, diciendo en voz bien alta:
- Mi mesa tiene una silla libre. Si desea, puede hacerme compañía. Habrá mas champán... - Le dijo más a la clientela del lugar que a Margarita.
- Gracias, es usted muy amable. Espero a alguien...
Y miró de reojo con esperanza la puerta del baño que permanecía cerrada.
Desde el fondo se oían risas de mujer. Era Josie, una prostituta esporádica, que venía al café primordialmente para ver si conseguía el puchero de mañana, pero también para no sentirse tan muerta.
Al rato, los músicos salieron del baño y fueron hasta donde se encontraba el dueño del lugar. Marcos, un pelado malandra, bajo y con la cara picada de viruela (Había sido mozo en dos docenas de bares, así que tenía la sensibilidad de un portero. Tacaño, les robaba las monedas de propina a los mozos). Levantó la vista en cuanto los vio venir.
El contrabajista se adelantó y tuvo unas palabras con Marcos. Este se alteró visiblemente. El contrabajista miró al pianista, que se encogió de hombros, miró hacía Margarita con resignación y se fue del local.
Los otros dos músicos retiraron sus instrumentos e imitaron al pianista. El contrabajista dejó -con un gesto ostensible- unas monedas de propina sobre la barra.
- Acá les dejo, muchachos. Ojo los manolargas... -y miro a Marcos con una sonrisa.
Un lamento se levantó entre los parroquianos cuando los músicos se fueron.
Marcos pusó -otra vez- ese gastado cassette de Tom Jobim, apagó el cigarrillo en un vaso sucio que estaba abandonado sobre la barra (viejo truco, para que nadie adoptara al mostrenco) y tomo las monedas para ponerlas en el frasco de las propinas, mientras miraba con ojos de fullero a los mozos, que lo relojeaban.
A Margarita Tom Jobim le pareció por primera vez insoportable. Miró a "El Saco" que la esperaba impaciente. Había corrido la otra silla de su mesa como haciendo lugar.
Pensó un instante. Escanció el ultimo trago de champan, tomó su cartera y pagó su Coca Light a Marcos.
Se fue. Detrás del pianista.

Viaje al fin de la noche I

Año del Señor (¿del Mal?) 1992.
Las calles de Buenos Aires son el living de mi casa, la cocina y el patio. Por poco no son también el dormitorio (¿no lo fueron alguna vez? Bueno, no puedo recordar muchos detalles).
Mi vida incendiaria. Quemar las naves. Quemar familia, amigos, amor, trabajo, más o menos todo junto. Todo. Partes de mí también, incluídas.
El calor del fuego me embriaga, al principio. Me siento realmente bien. ¿Que puede ser peor que estos pedazos de vida amarga y perdida, ardiendo?
Del incendio surgen voces, algunas voces inocentes. Son puñales esas voces. Dagas. Se clavan una y otra vez sobre el pecho, hasta las vísceras, provocando el dolor más fuerte que Dios puso sobre esta tierra. El que Él reservó para Caín, para Job o la madre María.
Evadir las voces. Endurecer el corazón hasta donde Caín no llegó.
Una sola, larga ruta negra y desolada, comenzó aquella noche en que vacié mi vida en una banquina solitaria, la rocié de querosén, acerqué un fosforito y la sacrifiqué al altar de la esperanza. Vacío como estaba, el futuro era ese camino a ninguna parte, cuyo único objeto de existencia era ser recorrido.
Como buen descendiente de emigrantes, tenía una fé ciega en el mañana. ¿Qué mañana? No sé, mañana lo pienso y te digo. Tengo la sangre, pero no el espíritu.
Entonces, viajé al fin de la noche. Mi chofer se llamaba Destino y su apellido era Maldito. Todas sus paradas intermedias no hacían más que marcar un derrotero irregular hacia un enorme precipicio, un Seol. Confiar en él era para imbéciles o desesperados. Yo, peor, lo llamaba mi amigo.
Después de un tiempo vagando y perviviendo, dejé de manifestar voluntad consciente. Cada oportunidad de acabar el viaje, de apagar el incendio, la miré con mayor desdén y apatía.
Y un día, cansado, me morí.