miércoles

Casi una estrella

Sábado a la noche. Fumo como un condenado mientras camino rápido hacia un antro de mala muerte. "Blues y algo de jazz", dijeron mis amigos. Suficiente, por lo menos. Es algo.
Veo estas casas sin vida y el desapego me invade. Desde hace semanas tengo una sola idea en la cabeza. La idea del reo de cárcel, del hombre casado con una mujer insoportable, del marino con seis meses en el mar: escapar. No importa dónde. Pero quiero irme.
Esta ciudad intenta retenerme, pero sólo logrará centrifugarme más lejos. Igual, la espera me mata.
Con sorpresa veo a Carlos entre el mar de cabezas, a la entrada del bar: un hombrecito pequeño, con cara de niño viejo, su infaltable guitarra enfundada y colgada del hombro.
La alegría de verme apenas se refleja en el brillo esquivo de sus ojos. Es quizá la persona menos demostrativa que conozco. Apenas con una semisonrisa separa los afectos del resto de la indiferencia que lo suele abrumar. Como tampoco soy un espamentoso, nos llevamos bien.
- ¿Qué hacés? ¿Tocás?
- Si, pibe. ¿Te prendés?
- Es que me dijeron que tocaban jazz - sé donde no me tengo que meter -.
- No, boludo, dale que hacemos algo. Te llamo y subís, no te pierdas.
Saludé a otros amigos, me encontré con los que me iba a encontrar. Fumaba, tan ausente como cuando venía caminando y tomaba un fernet con coca que me pusieron adelante. "Casi toda esta gente es conocida", pensaba. ¿Nos conocemos? No. Para nada.
Carlos toca en la guitarra un tema de Miles Davis. Me preocupa Miles Davis. Soy un palurdo, y Miles Davis es donde mueren los palurdos.
- Quiero llamar a un amigo, a ver si nos da una mano con esto.
Me mira. Sé que es a mí, pero el miedo escénico me petrifica (y no suelo tenerle miedo al público). Estoy mal, eso es lo que pasa. Bajo de energías, bajo de todo.
Hago un esfuerzo y subo. Me cuelgo (paradoja) una Gibson Les Paul negra, la mejor guitarra de mi amigo, pero que él ya casi no toca.
Me doy vuelta, ajusto los controles del Twin Reverb (groseros cien vatios que puede sonar como una seda, si se quiere), más o menos para contrarrestar el "twang" de la Gibson, que me incomoda. Algo de Gain... Bajarle el tono a los mics... Cierro los ojos, apoyo mi dedo mayor izquierdo en el quinto traste, compruebo que esté todo bien...
Y Carlos hace una seña de "¿todo ok?" y larga con "Zamba pa'ti".
Me quiero morir. Hace años que no la toco, y encima soy un palurdo (ya lo dije, pero es así). Hay partes enteras que las toco a mi aire, sin el mínimo respeto por Santana.
Sin embargo, como voy repitiendo las frases detrás de él, me animo y me relajo. En menos de ocho compases me siento mejor. La batería se carga rápidamente.
Llegan los solos. Carlos me señala, y me deja los primeros compases, cuando la samba de desmadra. En vez de Santana, me sale un Gary Moore, inexplicable. Donde debiera ir una nota, pongo cuatro. Me acelero. Subo un poco el volumen con el meñique, y el Fender Twin gana rispidez. Se pone denso. Es la guitarra, pienso, que me ordena ser Gary Moore.
El mástil de la Gibson no es el mejor para mí, es un tanto grueso y plano, y las cuerdas son demasiado finas para mis dedos bestiales. Los bendings son demasiado tentadores, y voy a cortar una cuerda si no paro un poco.
Miro a Carlos. Sonríe. Sabe que estoy en el cielo, y no osa interrumpirme. Pero sé que él también quiere. Y al final del compás, dejo que la Gibson resuene en un largo feedback para que él retome desde ahí a las más tranquilas aguas santanescas.
Nada de eso... Se lanza con una espeluznante catarata de semicorcheas, que levantan el aplauso del atiborrado barcito. Quieren eso. Dos músicos dando todo lo que pueden, no importa si uno es un virtuoso y el otro, ejem, un palurdo.
Dieciséis compases después, me cede el turno. Subo un poco más el volumen, y ya no soy Gary Moore. Soy un descastado en una ciudad que lo ignora, buscando redención en un escenario de tres por cuatro metros. Y voy por ella.
Toco primero con furia, la Gibson gime por mí. Aúlla. Me doy cuenta de que esto va a terminar mal. Podría estar llorando, pero eso es imposible. El ritmo se impone, la escala mayor de sol es luminosa y me rescata de las profundidades...
El instrumento soy yo, ya no un intérprete. Me elevo. Hasta mi postura corporal cambia. Cedo mi turno a Carlos, que me hace una seña para que hagamos el final a contrapunto. Me dejo llevar y vamos al final, un compás cada uno.
Terminamos en Sol, como Dios manda. Y aplausos, aplausos.
Agradezco, bajo del escenario. Me saluda todo el mundo. "No sabía que tocabas, man!". Me palmean, me felicitan.
Llego hasta donde mis amigos, que me tienen otro fernet listo y están llenos de sonrisas. Uno de ellos me dice "hijo de puta, parecía que le ibas a cortar las cuerdas".
Espero que termine el número de mi amigo, me despido. Salgo a la calle. Veo gente conocida, alguna que hasta tuvo hasta algún intento de intimidad conmigo.
Vuelvo a casa, caminando, solo. Pero ahora una canción retumba en mi cabeza.
Igual, me quiero ir.

domingo

Continuo Brontëano

"¿Morirías conmigo?"

La inesperada pregunta rompía la amorosa atmósfera post coital, súbitamente contaminada por una fétida niebla de aberración y lobreguez. La muchacha hacía la pregunta, casi en un susurro, cuando la introspección silenciosa que le producía cada "te amo" llegaba a su clímax.
Los interlocutores recibían este repentino chorro de agua gélida en el pleno de sus ardientes ensoñaciones con reacciones diversas: asombro, temor, enojo, indiferencia, candidez o desprecio.
Pero era la pregunta correcta, inflexiva, que determinaba si esas promesas de amor y veneración tenían el enfoque correcto.
Aparte de formularla en el momento justo, cuando el amante ardía en su propio rescoldo pasional, sabía como debía ser respondida correctamente y discernir entre todos los matices posibles de un si. Porque hubo quienes contestaron "¡Sí!" con demasiada ligereza, sin entender que la pregunta no era figurativa, sino completamente literal. Otros, quizá, hubiesen contestado afirmativamente a largo plazo, pero entendieron que se les preguntaba si morirían ahora mismo y temieron consentir su temprana muerte en manos de una loca suicida.

Morir juntos. ¿Quién puede vivir después de que el objeto de su amor yace bajo tierra esperando a los gusanos? ¿Porqué vivir si se ama algo que ya comparte la misma nula esencia vital que las piedras y el detrito más infecto? ¿Por qué no ser humus juntos, no trashumar las humedades hacia lechos acuosos subterráneos y recibir en perfecta unión la tumba que madre Gaia dispondría para ellos?

Cuando era niña, una borrasca fortuita la separó de su madre en el cementerio dónde fuera enterrado su padre, mientras se alejaba de sus suspiros cada vez más atormentados. El algodón de los limpios vestidos almidonados, que perfumaba cada mañana de domingo cuando después de misa iba “a ver a papá”, le acariciaba el cuello con su corazón de copo tierno mientras caminaba despacio, absorta, entre las tumbas vecinas.
Como todo niño que transita desde temprano entre las tribulaciones de sus mayores, estaba totalmente desprovista del sentido de tragedia que tienen los adultos. El cementerio no contenía sino seres queridos como su padre, y se ofuscaba pensando en la cantidad de ellos que había allí y qué pocas personas los visitaban.
En una placa enmohecida y apenas legible, algún artesano, amanuense de tumbas, había reproducido prolijamente:

“Aquí yacen aquellos que la muerte intentó separar,
y que contienen en su comunión eterna,
lo que una vida incompleta intentaba negar.”

Memorizó la lápida paladeando cada palabra e intentando imaginar el críptico significado. Los gimoteos maternos estaban en pleno paroxismo.
Un aguacero se declaró impetuoso y exponencial entre remolinos súbitos de viento. Truenos y relámpagos iluminaban la oscura mañana de verano. Se oían cantar cada vez más fuerte los sapos, anticipando el gozo de las charcas.
Los llamados de su madre eran agudos y alarmados, pero no estaba segura de saberse el epígrafe. Un rayo hizo blanco en una gigantesca casuarina a su espalda y una rama gigante se desmoronó entre las tumbas que la separaban de ella. La lluvia era una cortina helada, presagiando granizo. Instintivamente se metió bajo el dosel de la tumba y se sintió bien. Estaba seca y el mármol le resultó suave y cálido, pues todavía retenía el calor del sol previo a la tormenta. Las hiedras la cobijaban del viento. Se quedó dormida.

A medida que fue creciendo y comprendiendo qué quería decir la enigmática frase, despreció la cobardía de su madre. Ignoraba que si hubiese podido interpelarla, le hubiera arrostrado con encono su propia existencia como excusa. Totalmente veraz, porque en el fondo despreciaba a la niña precisamente por existir. La había odiado en secreto desde el mismo día en que contempló azorada como los ojos del padre reservaban parte de la dulzura, otrora sólo destinada a ella, para ese rosado monstruo que le había desgarrado las entrañas al nacer.
Ese odio mutuo, cobijado al calor de las formas adultas y la dependencia infantil, reventó el dique en su cada vez más emancipada pubertad. Se expulsó de la vida familiar y fue en busca de una amor a su altura. Desde que fue mujer, buscó desagraviar a su padre siendo la amante consagrada que su madre no fue. Se hizo experta en el mundo masculino: supo qué hacer, cuando y cómo. Fue psicóloga dedicada y prostituta diestra. Aprendió a llevarlos al paroxismo del amor y la pasión, sólo para poder reconstruir el escenario y llegar al instante en el cual esa pregunta podía hacérsele a cada enamorado, inevitablemente.

“Te amo...”

"¿Si, pero... morirías conmigo?"

sábado

Ricardo y el nene.

El siguiente es un ejercicio que hice con autorización de Cassandra Cross, quien escribió un relato conmovedor sobre una nena y sus rarezas, que me hizo recordar una historia de mi infancia. La bastardilla en el medio del relato es una adaptación del suyo al mío. Los invito a leer ambos.

Puede parecer que de chico fui un encanto de criatura, todo el día leyendo libros y escribiendo mis fantasías en cuanta hoja en blanco había a mano. Para nada.
Por determinadas razones que todavía hoy desconozco, mis padres veían esto preocupante, y sin tomar en serio mis protestas, me mandaban a jugar. Pero no en el patio, solo, donde continuaba con mis desvaríos.
-Afuera, te dije.
-¡Ufa!
Salía el ratón de su cueva, frotándose los ojos, y empezaban los problemas. Al no ser demasiado frecuentador de la pandilla de la cuadra, siempre estaba negociando mi posición en ella.
Nunca pude aceptar la autoridad sin rebuznar.
En esos escalafones infantiles siempre fui un líder abandónico. Comandaba la revolución, pero en cuanto tenía éxito y me sentía libre, la dejaba acéfala. Mis huestes, confundidas, volvían otra vez al yugo caprichoso del líder recién derrotado. Así, hasta la fecha.
En mi cuadra había un malevo, un bravucón. Se llamaba Ricardo. Todo lo arreglaba a las piñas, como buen hijo de policía. Era macizo, largo de brazos y bastante cruel. Me odiaba.
Si jugábamos al fútbol, yo no podía pretender ser delantero. Entendía mi lugar (aparte, no me enloquecían los deportes) y tomaba posición generalmente de defensor. Y él, que nunca me elegía, era siempre el delantero enemigo.
Mi diversión era sacarle la pelota como sea. Era una especie de duelo, y todos estaban atentos a él. Yo perdía casi siempre. Pero cuando ganaba, Ricardo hervía. Se ponía rojo, cerraba los puños y se encogía de hombros. Yo me desentendía (nunca me gustó pelear de manera voluntaria, me tenían que venir a buscar, pero a veces me gustaba dar motivos) dándole la espalda. Pero mi sonrisa, que el no podía ver realmente, lo ofendía como una burla contante y sonante.
-¡Uh, te tiene de hijo! -decía algún buey corneta, cuando el quite se repetía un par de veces.
No hacía falta más. Se me tiraba encima, y la pelea empezaba con todo. Si me agarraba desprevenido me dominaba, se ponía encima mío y me daba para que tenga, guarde y reparta. En los primeros años casi nunca le gané una pelea.
Un día hirió una torcaza con una honda. Tengo el recuerdo tan claro como si hubiera ocurrido ayer. El pájaro cayó desde una línea de tendido eléctrico, pesadamente. Corrí y casi llegué con él. Se lo quité de las manos. Jamás había tenido un ave en mis manos. El, con piadosa crueldad, intentó retorcerle la cabeza porque "no ves que le duele".
La llevé a casa, al garage. La paloma parecía un globo que se inflaba y se desinflaba sesenta veces por minuto, de tan agitada. Recordé que alguien me había dicho que esos bichos respiraban por el culo. Levanté la cola y soplé para ayudarla. Respiraba cada vez con más dificultad, y tal como si fuera un juguete que se queda sin cuerda, se detuvo entre estertores.
Estaba asustado. Sin ser un bichero, comprendí que esa muerte era algo sacrílego. Y dispuesto a compensar parte de esa profanación a la vida, cumplí con un mandato que intuía necesario.

Fui al cuadradito de tierra, el mismo que usábamos para jugar a las bolitas y al "opi". Escarbé la tierra con los dedos, un rato largo. Era una tierra dura y apisonada por las generaciones de Flechas y Fulvences que habían pasado antes bajo aquellos árboles. Hacer ese pozo me llevó un buen rato. Había olor a primavera en el aire lleno de casuarinas y un dejo a agua de lluvia en los últimos charcos de la calle de tierra, cerca del alambrado con enredaderas que separaba la casa del viejo loco -que no nos devolvía las pelotas- del resto del barrio.
Trabajé concentrado, enojado y terminé casi al borde de las lágrimas. Amontoné despacio una parva de agujetas de pino, algunos coquitos, una piedra pulida de color verde con estrías amarillas (tal vez era un resto de botella de vidrio. Quién sabe). Al fondo de todo, unas flores que crecían a la sombra de la enredadera, a modo de ofrenda.
El nido estaba listo, pero no me decidía a depositar al ave muerta, esperando un error o un milagro. Qué pelotudo es este Ricardo, pensaba con lágrimas de furia en los ojos. Al menos la cabeza no estaba rota, como la de la rata que habían aplastado contra la pared de un palazo la semana anterior. En realidad, parecía que estaba dormida, si no fuera por el cuello fláccido, torcido en un ángulo extraño y con un hilo oscuro de algo que colgaba del pico.
Sellé con tierra la tumba, la aplasté con mis propias Flechas, me limpié las manos en la ropa y volví a casa, bajo un sol absurdo y en medio de las risas burlonas del resto de los atorrantes. No me importaba. Ricardo me miraba sonriente.
"Ahí va el que habla solo" decían sus esbirros, que sin embargo nunca se habían animado a enfrentarme en una pelea a puño limpio por el derecho de uso al parche de cemento donde se jugaba mejor a las figus. Dependían de Ricardo para eso.
Yo, que hablaba solo y miraba las estrellas panza arriba bajo el cielo helado de invierno, el de anteojos y dientes torcidos; pensé mientras entraba a casa en el pajarito enterrado bajo las casuarinas, en los miles de zapatillas deshilachadas por venir pisando la tumba anónima. Y me indigné.
Saludé rápido a mi vieja, que me vió entrar y salir con asombro. En vez de irme al dormitorio a leer salí a la vereda enfurecido, dispuesto a hacer justicia.
Iba a increpar a Ricardo, a preguntarle que porqué, qué quién se creía. Caminé hacia él con tanta vehemencia que se asustó. Creo que vio algo en mis ojos, cosas que verían otras personas en situaciones similares a lo largo de mi vida.
En vez de encocorarse, se achicó. Llegué cerca de él y le atiné tal puñetazo en la cara, que se le llenaron los ojos de lágrimas enseguida. Intentó fugarse y lo agarré del cuello, mientras le pegaba. Los dos llorábamos. Al final, corrió a refugiarse a su casa.
La madre vino a quejarse con la mía. Me retó -siempre que volvía a casa después de una pelea lo hacía- y dijo "ya vas a ver cuando venga tu padre".
Mi viejo se reía, se sentía feliz. El nene había sacudido al malandra del barrio.
El nene, leyendo en su habitación, era muy infeliz.

martes

El fracaso de la pasión.

Mientras terminaba su oficio vespertino, el Padre Guillermo notó ciertas miradas duras y ceños fruncidos en los pocos fieles presentes. Normalmente le resultaban afables o indiferentes.
Eran tan pocos que mientras repartía la eucaristía la fila no completaba la docena de personas.
Pensó, sin perder el hilo de la misa, en cómo se corren los rumores. Nadie le puede dejar de creer a un rumor.
Su mirada recorría la nave de la iglesia con rostro hierático, sin demostrar nada ni detenerse en nadie, pero totalmente consciente de la expresión parca de cada uno de los feligreses. Estas técnicas no escritas se aprendían en el seminario, cuando bajo la severa tutela de los diversos guías espirituales se aprendían los secretos de la misa bien cantada. Se aprehendían también el tono monocorde y la súbita subida de entonación cuando se hacía advocación solemne a alguna de las personas de la Santísima Trinidad, o a la misma Virgen (la favorita de siempre de los sacerdotes que tenían problemas con la opresiva mirada asexuada del Señor).
En el seminario, un novicio podía pasar por varias etapas con respecto al sexo. Algunos jamás tenían problemas con sublimar su pasión en ardor religioso. Pero otros sufrían fiebres orgiásticas severas, fuera y dentro del claustro. Se contaban historias de todo tipo.
A medida que los años pasaban, las sucesivas confesiones y los consejos iban cercando las pulsiones y las encaminaban hacia el rezo y la penitencia. Y a algún otro interno, generalmente más avanzado en estas cuestiones.
Así, los diáconos pasaban horas y horas rezando a dúo, con sufridas miradas a los ojos, intentando acallar con esa letanía los tormentos de la carne. A veces tan fuertes, que una sola caricia mandaba al traste semanas de salmodiar al unísono.
Con el tiempo, el mayor terminaba ordenado y se marchaba lejos. La tristeza y las promesas de amor eterno, terminaban por cerrar un circulo de manera imperfecta, apenas mantenido por el recuerdo y los rezos.
El Padre Guillermo tuvo su tímida etapa de ensoñación: sonrisas mutuas, charlas inquietas, llenas de silencios y tartamudeos, con un novicio de ojos muy tristes que sólo se iluminaban en éxtasis cuando oraba a la Señora del Milagro. Era bello de tan triste. Un día se marchó, sin acabar de ordenarse, detrás de una beca en Roma.
Luego le dijeron que la "extracción" la produjo cierto obispo adjutor que viajaba con frecuencia al Vaticano y que no podía tolerar la ausencia de esa tristeza en los delicados salones de los palazzos.
Este obispo tuvo la gentileza de hacerlo objeto al joven Guillermo, por primera vez, del sutil arte que la maquinaria jerárquica tiene para sus oscuros manejos: su ordenación fue sobre ruedas, casi sin un tropiezo, aunque nunca más recibió una muestra de admiración o respeto por alguna de sus faenas.
Con la ordenación cerca, prefirió pretender que olvidaba aquellos ojos melancólicos. La inoportuna designación en aquella capilla del norte del país no lo desanimó, a pesar de que también le dijeron que fue el castigo final por pretender lo prohibido.
Hacía ya veintiocho años de aquella tarde en que llegó a estas mismas paredes, a confesar y comulgar a tres generaciones de ovejas.
¿Cómo, tantos años después, iba a encontrar esos mismos ojos, la misma alma atormentada, la misma sensación de desprotección en otra persona, aún más joven y con la misma devoción por la Señora de los Milagros? Era aquello una afrenta a su pretendido olvido.
Noches enteras rezó y pasó en vela, alternativamente, ignorando e imaginando esos ojos. Luego fue tarde. En su cabeza estaba tomando forma una idea asquerosa, repulsiva.
El alborozo del padre cuando se cruzaba con el muchacho en la casa parroquial era evidente. Creyendo evitarlo, lo hizo su monaguillo preferido, el que tocaba las campanillas en la consagración, y al que tenía siempre cubierto por su visión periférica. Detenía con un reto severo las peleas que provocaba esa distinción con los aspirantes a sacristanes. Acompañaba él mismo a su preferido hasta el pie de la torre de la campana, y poniendo la cuerda del badajo entre sus manos, le enseñaba con palabras lentas y sonrientes algo tan complicado como repicar la campana, mientras se perdía en la tristeza de sus ojos.
Pero el rumor fue de boca en boca. Primero, entre los propios catecúmenos. Luego, entre sus catequistas, las más avispadas. Hasta que por fin llegó a la biblioteca parroquial y de ahí al pueblito.
La idea volvió a su atribulada mente, y como desde el mismo día que la pensó, crecía en tamaño y en el asco que le provocaba. Sentía una profunda decepción por sí mismo. Pero no podía evitar la idea espantosa. Y ahora era tarde

Dio la paz a los taciturnos fieles y terminó la misa con algo de insulsa e indiferente prisa.
La sacristía estaba a oscuras cuando se quitó las ropas ceremoniales, que guardó en un roperito blanco sin demasiado cuidado.
A la noche vendrían los padres de la escuela, a confrontarlo.
Preparó todo. Que estuviera todo perfecto.
Llamó al muchacho a la sacristía aún oscurecida por la nochecita reciente. Sintió la puerta que daba a la casa parroquial abriéndose. Se estremeció. Una ráfaga cruzó por su espina dorsal. Tenía una erección mórbida.
Los ojos lo miraron, incrédulos. Tristes.
Se puso el cañon de la escopeta en la boca y se disparó con esa última imagen, con esos ojos en la retina, rumbo al Infierno de los suicidas.

domingo

Maestros: Robert L. Stevenson

Lo que realmente define a un hombre son sus metas, y no sus logros. Leer lo que escribo no dice tanto de mí (tal vez, de mi impericia) como sí quizá lo haga ver a qué le apunto.

En esta serie, que llamaré Maestros, voy a honrar a quienes admiro. Si, no hay grandes sorpresas: gente que escribe bien y se lee mejor.

Robert L. Stevenson

Apología del Ocio

BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.

JOHNSON: Esa sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no nos aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros.

EN ESOS tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profe­sión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehusan entrar en las profe­siones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio, y según la enfática expresión americana, "va por ellos". Mientras éste avanza trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del ca­mino, con un pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran superficial­mente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para menospreciar a quienes no las tienen.

Pero aunque esta es una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que hay mucho que argu­mentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Monte- negro, no quiere decir que nunca haya estado en Richmond.

Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en banca­rrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: "Joven, aplíquese diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los libros es una tarea bastante penosa". El viejo caballero parece no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse impo­sibles cuando el hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar.

Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación -la calle- que fue la. escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabun­dear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente conversación:

-Vamos muchacho, ¿qué haces aquí?

-A decir verdad, señor, paso el rato.

¿No es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?

-¡Si usted me lo permite, así también aprendo!

-Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?

-No, ciertamente.

-¿Metafísica?

-Tampoco.

-¿Alguna lengua?

-No, ninguna.

-¿Comercio?

-No, comercio tampoco.

-¿Qué cosa, pues?

-En efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dóndeestán los peores abismos y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o Contento.

Aquí el señor Mundanal Prudencio no pudo conte­ner su enojo y blandiendo su bastón de modo amena­zador, se expresó de este modo: -¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!- Y siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.

Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, no es consi­derado un hecho, sino meras habladurías, si no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en una dirección reco­nocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para nosotros. Se su­pone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cáli­dos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el Arte de Vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cuali­dades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las pueriles satis­facciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su vozno se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se indentificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las llama el Belvedere del Sentido Común. Desde allí contem­plará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y la Aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercán­dose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través de las ventanas del Belve­dere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del Diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino.

El celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y es­trechado las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda diversión, y ningún pensa­miento qué frotar con otro mientras esperan el tren. Antes de "echarse los pantalones largos", hubieran trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se hallatieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más mínimo.

Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e inclusive la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el Teatro de la Vida son representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en general como perío­dos de ocio; pues en dicho Teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado para con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente, el más grande benefactor. Sé que hay personas que no pue­den sentirse agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mezquin­dad. Un hombre nos envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pen­samos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? Seríamos más considerados con nuestro correspon­sal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hace­mos por placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices sembramos anóni­mamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, contal aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: "ya ves lo que sucede con sólo parecer contento". Si antes había parecido contento, ahora seguramente debía parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, práctica­mente, el gran teorema de lo Vivible que es la Vida. Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácil­mente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del Corpus Moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compa­ñía, como un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferi­rían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso.

¿Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegó­rica, son asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella respon­dió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es tan "descui­dada de la vida individual", ¿por qué habríamos de imaginar que la nuestra tiene excepcional importan­cia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido gol­peado en la cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni preciosas en sí mismas. i Ay! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente indispensa­bles. Atlas fue solamente un individuo con una pro­longada pesadilla; y, con todo, es fácil ver comercian­tes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta que su tempe­ramento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez-de construir pirámides, construyeran alfileres; y mu­chachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.


Gracias!

lunes

El retorno de los tartamudos.

"Las siete de la tarde y esta reunión se alarga como el rosario de un tartamudo".
Esa frase se instaló -en otro nuevo segundo de descuido- rebalsando la vacuidad craneal que le producía la fatiga y el aburrimiento. Un estricto sentido de la caridad humana le impedía reírse sin culpa de los tartamudos, y le decía con tonito santurrón que tampoco ese era momento de reírse de nada.
Si alguien en la sala de reuniones atribuyó la ligera chispa que cruzó por sus ojos a pensamientos divergentes, no lo dijo. Igual se ruborizó como si lo hubiesen retado. Y se odió por eso.
La cuestión era seria: veinte trabajadores perderían sus empleos en el corto plazo si el equipo del que formaba parte no pergeñaba una estrategia salvadora. Y esa estrategia no era otra que hacer dinero para justificar sus haberes.
El autor de estos pensamientos y rubores era una especie de ball-boy ideológico que debía recuperar los pelotazos que caían más lejos ("demonios ¿qué quieren que haga con estas ideas estrafalarias?"). Golpes dados por ejecutivos un jueves por la tarde, más preocupados por acabarse el balde de pelotas que por jugar un buen punto.
No podía juntar en la cabeza suficientes cifras (toneladas, metros cúbicos, o cualquier cosa mensurable y convertible en dinero) como para evitar desvariar y ruborizarse intermitentemente.
Al final, las soluciones propuestas se complicaban tanto que todos se desconfiaban como jugadores mentirosos en una mesa de póquer. Más que soluciones, parecían remiendos cada vez más torpes de los inevitables despidos. Su función de buscar pelotazos no tenía sentido, porque apuntaban a la Luna.
Todos querían convencerse de que no había solución e irse a casa con la conciencia tranquila. Esa era la verdad. Les pagaban buenos sueldos para preocuparse por esos problemas pero no tanto como para hacer milagros. Irse pasada las siete daba cierta sensación de deber cumplido.
"Está bien. Hicimos lo que pudimos. Nora, por favor, tenga la lista para mañana temprano".
El jefe está satisfecho del esfuerzo pero delega la cuestión odiosa del matadero en una simple empleada de 9 a 5 de Recursos Humanos, aunque todos sabemos que Nora tiene un marido casi nuevo, una bebé de un año, y que se quedó hasta tan tarde sin esperanza de horas extras que la justifiquen en casa.
Una primera mirada a su compañera no le dice demasiado: gesto profesional, postura correcta. Pero un imperceptible delay en las respuestas y en los movimientos delatan su debate interno.
"Se está imaginando la bonita escena conyugal que le espera en una hora; cuando llegue a casa, cansada, y su peor es nada le reproche su inútil carrera laboral usando de ejemplo el llanto inconsolable de la bebé, que no para de hipar por su dermatitis."
Viéndola así, se la notaba más contrita y fastidiosa. ¿Se le notaba, o estaba poniéndole su propia máscara perceptiva? Su sentido de la observación -que no conectaba con Nora con la misma la caridad que lo hacía con los tartamudos-, siguió disecándola sin piedad:
"Entre el cansancio y la frustración que tiene, la lista va a ser una carnicería. Como siempre, nos vengamos con los que no pueden defenderse."
Veinte empleos. Sin eufemismos: veinte vidas puestas a dura prueba, dependiendo del mal humor de una recién casada que piensa en su esposo y su bebé. La ley del gallinero.
"Ahora Nora calculará las liquidaciones finales, y pondrá en la lista los veinte más baratos, sin preguntarle a nadie, porque es una regla no escrita. En fin. Este laburo es una mierda".
Se preguntaba a menudo -más seguido últimamente-, cómo demonios terminó ahí. De aspirante a astrónomo a testigo casi mudo en reuniones corporativas en las que se juegan millones, y detrás de esos millones, vidas enteras.
"Y pensar que mi viejo era sindicalista..."
Se encogió de hombros, pasó al lado de Nora sin saludarla y salió a la calle. Odiaba todo eso. Incluso irse sin saludar.
En la calle fue peor. A esa hora, la pequeña ciudad norteña era un infierno, ardiendo al rescoldo de un sol rojo histérico que porfiaba su inclemencia hasta el último minuto del ocaso.
Se sabe que el calor sin el complemento del agua vuelve a las personas desconocidas más detestables, si fuera posible sumar la detestabilidad que provoca con uno mismo ese calor de horno.
Extrañaba estar aburrido, pero con aire acondicionado. Caminó deprisa, rebelándose contra la parsimonia de los otros peatones, achicando los metros entre él y la ducha.
Llegó, por fin, al departamento. Cerró la puerta y llevó a cabo el mismo ritual de siempre: sacarse la ropa con desesperación. Secreto placer de los que viven solos.
Entró al baño y se sumergió en la lluvia artificial, reconciliadora.
Una necesidad imperiosa se le impuso en cuanto el calor lo liberó un poco de su tormento.
Salió del agua demasiado pronto, apenas fresco, todavía mojado, con la toalla apenas en la cintura y los ojos inyectados.
Se sentó desnudo frente a la pantalla de la computadora. Abrió el editor de textos y escribió con una semisonrisa:
"Las siete de la tarde y esta reunión se alarga como el rosario de un tartamudo...".
Una chispa se adueño de sus ojos.
Siguió ahí por un buen rato.