Continuo Brontëano
"¿Morirías conmigo?"
La inesperada pregunta rompía la amorosa atmósfera post coital, súbitamente contaminada por una fétida niebla de aberración y lobreguez. La muchacha hacía la pregunta, casi en un susurro, cuando la introspección silenciosa que le producía cada "te amo" llegaba a su clímax.
Los interlocutores recibían este repentino chorro de agua gélida en el pleno de sus ardientes ensoñaciones con reacciones diversas: asombro, temor, enojo, indiferencia, candidez o desprecio.
Pero era la pregunta correcta, inflexiva, que determinaba si esas promesas de amor y veneración tenían el enfoque correcto.
Aparte de formularla en el momento justo, cuando el amante ardía en su propio rescoldo pasional, sabía como debía ser respondida correctamente y discernir entre todos los matices posibles de un si. Porque hubo quienes contestaron "¡Sí!" con demasiada ligereza, sin entender que la pregunta no era figurativa, sino completamente literal. Otros, quizá, hubiesen contestado afirmativamente a largo plazo, pero entendieron que se les preguntaba si morirían ahora mismo y temieron consentir su temprana muerte en manos de una loca suicida.
Morir juntos. ¿Quién puede vivir después de que el objeto de su amor yace bajo tierra esperando a los gusanos? ¿Porqué vivir si se ama algo que ya comparte la misma nula esencia vital que las piedras y el detrito más infecto? ¿Por qué no ser humus juntos, no trashumar las humedades hacia lechos acuosos subterráneos y recibir en perfecta unión la tumba que madre Gaia dispondría para ellos?
Cuando era niña, una borrasca fortuita la separó de su madre en el cementerio dónde fuera enterrado su padre, mientras se alejaba de sus suspiros cada vez más atormentados. El algodón de los limpios vestidos almidonados, que perfumaba cada mañana de domingo cuando después de misa iba “a ver a papá”, le acariciaba el cuello con su corazón de copo tierno mientras caminaba despacio, absorta, entre las tumbas vecinas.
Como todo niño que transita desde temprano entre las tribulaciones de sus mayores, estaba totalmente desprovista del sentido de tragedia que tienen los adultos. El cementerio no contenía sino seres queridos como su padre, y se ofuscaba pensando en la cantidad de ellos que había allí y qué pocas personas los visitaban.
En una placa enmohecida y apenas legible, algún artesano, amanuense de tumbas, había reproducido prolijamente:
“Aquí yacen aquellos que la muerte intentó separar,
y que contienen en su comunión eterna,
lo que una vida incompleta intentaba negar.”
Memorizó la lápida paladeando cada palabra e intentando imaginar el críptico significado. Los gimoteos maternos estaban en pleno paroxismo.
Un aguacero se declaró impetuoso y exponencial entre remolinos súbitos de viento. Truenos y relámpagos iluminaban la oscura mañana de verano. Se oían cantar cada vez más fuerte los sapos, anticipando el gozo de las charcas.
Los llamados de su madre eran agudos y alarmados, pero no estaba segura de saberse el epígrafe. Un rayo hizo blanco en una gigantesca casuarina a su espalda y una rama gigante se desmoronó entre las tumbas que la separaban de ella. La lluvia era una cortina helada, presagiando granizo. Instintivamente se metió bajo el dosel de la tumba y se sintió bien. Estaba seca y el mármol le resultó suave y cálido, pues todavía retenía el calor del sol previo a la tormenta. Las hiedras la cobijaban del viento. Se quedó dormida.
A medida que fue creciendo y comprendiendo qué quería decir la enigmática frase, despreció la cobardía de su madre. Ignoraba que si hubiese podido interpelarla, le hubiera arrostrado con encono su propia existencia como excusa. Totalmente veraz, porque en el fondo despreciaba a la niña precisamente por existir. La había odiado en secreto desde el mismo día en que contempló azorada como los ojos del padre reservaban parte de la dulzura, otrora sólo destinada a ella, para ese rosado monstruo que le había desgarrado las entrañas al nacer.
Ese odio mutuo, cobijado al calor de las formas adultas y la dependencia infantil, reventó el dique en su cada vez más emancipada pubertad. Se expulsó de la vida familiar y fue en busca de una amor a su altura. Desde que fue mujer, buscó desagraviar a su padre siendo la amante consagrada que su madre no fue. Se hizo experta en el mundo masculino: supo qué hacer, cuando y cómo. Fue psicóloga dedicada y prostituta diestra. Aprendió a llevarlos al paroxismo del amor y la pasión, sólo para poder reconstruir el escenario y llegar al instante en el cual esa pregunta podía hacérsele a cada enamorado, inevitablemente.
“Te amo...”
"¿Si, pero... morirías conmigo?"
1 comentario:
Ay, ay, ay, esas mujeres darkies. Por qué me resuena en algún lado:
Ya que no me podés amar toda la vida, por lo menos amame toda la muerte.
Son cosas mías, yo sé. Divago.
Buenos temas en este post, Fender:
Las relaciones de las hijas con sus madres, el amor y la muerte... en fin.
Felicitaciones.
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