domingo

Fácil

Cuando decidí contar la historia de Mabel y Alberto me imaginé las posibles caras de desprecio de mis amigos snobs, si se las leía alguna vez. Son mis amigos, seguro, pero qué distintos somos a veces. Me gusta fastidiarlos -levemente- así que ahí va la historia:

Mabel es una mujer menuda, con ese castaño claro que nunca es rubio y unos ojos marrones bastante comunes. Fue muy delgada de joven, pero desde hace unos años ha ido acumulando peso y se le ha deformado un poco el tipo, quizá por los embarazos, pues es bastante sobria para comer. Tiene treinta y nueve años y dos hijos. No deslumbró nunca a nadie, pero tampoco es fea. Suele irle en contra el eterno “de entrecasa” de su ropa, que es demasiado grande arriba de la cintura o demasiado apretado por debajo.
Los niños son la luz de sus ojos: Lucas, de nueve, un bandido tierno y gracioso, apenas desobediente, que se la pasa leyendo historias de piratas. Marcia, la nena, tiene once y ya es soñadora y gentil. No son complicados, han vivido sin padre -desde su muerte- casi toda su corta vida y aceptan a mamá Mabel como la autoridad sin discusión.
Mabel trabaja de ordenanza en el Registro Civil. No gana demasiado, suele tener dificultades, pero a fuerza de relegarse como motivo de gastos ha dado a sus niños una vida bastante neutral, sin lujos pero sin penurias.

Las chicas del trabajo no le creyeron cuando dijo, entre tímida y divertida, que desde la muerte de Luciano no había tenido relaciones con nadie. Ni siquiera había salido con alguien. Empezaron a nombrarle candidatos de ahí, del Registro. No, ni loca, decía.
Alicia siempre le hablaba del tío de Edgardo, su hijo. Hermano del marido, trabajador, callado y servicial. Se llamaba Alberto, y era buen partido, le dijo.
Las compañeras de más confianza le han dicho que con pilates y algo de arreglo, quedaría bonita y cualquier tipo le echaría el ojo. Claro, quién tiene para pilates y para arreglarse. Al menos, quién quiere un tipo. Suele ser un tema recursivo en los pasillos, sobre todo desde que Alicia insistió con querer presentarle a Alberto.

Alberto es bajito, rechoncho sin ser gordo. Fuerte aún, pues fue deportista, aunque ahora sólo le queda el fútbol con los amigos, algún día cada tantos fines de semana. Es bastante coqueto, pero no se nota mucho. Va a la peluquería una vez por mes, lustra sus mocasines con esmero y le gusta que sus zapatillas blancas estén impecables. Tiene el pelo canoso, pero que lo lleve muy corto y prolijo le da un aspecto juvenil. Nació hace 48 años, es ferretero desde hace tres y también viudo. No tiene hijos, pero mima a su único sobrino como si lo fuera.
Es bastante callado, casi tímido. Aún con sus amigos, nunca se le escapa una palabra que sobre. Pero es alegre y siempre estuvo rodeado de gente que lo estima mucho. Pese a su timidez, de joven -quizá por su gran resistencia física y cierta gracia natural- fue excelente bailarín. Era su fuerte, en realidad, con las mujeres. No es que fuera un semental, ni que se buscase problemas. Pero hasta las novias de sus amigos querían bailar con él Donna Summer o Boney M. Ni hablar cuando bailaba la secuencia completa de Fiebre del sábado por la noche. Siempre le dijeron que bailaba mejor de Travolta. Él se reía, pero nunca se preocupaba por negarlo.
Así conoció a Raquel, su futura mujer. Primero bailaron en los asaltos que organizaban amigos en común, y después salieron solos. Se pusieron de novios la noche que Earth, Wind and Fire vino al país, todo un acontecimiento.
Estaban felices, plenos. September resonaba aún en sus oídos y en sus corazones cuando se besaron. En dos meses, compromiso. En un año, casamiento.
Raquel era un poco más alta que él, apenas. Se encorvaba, cuando veía que, en la calle sobre todo, se estiraba como un muñeco al que lo sostuvieran por la cabeza. Por eso creyó, al principio, que el dolor cervical venía por mantener esa posición cuando estaba con Alberto y no dijo nada, ni al médico. Alberto a veces le decía que andaba como caminando apurada, como si quisiera llegar más rápido. Y se reían.
Cuando los dolores se hicieron insoportables, se descubrió la verdad: tenía cáncer en los huesos.
Después de los tratamientos y hospitalizaciones, Raquel vio por fin que sus intentos por aferrarse a la vida se traducían en una mayor desesperación de su marido, que ya había vendido los dos autos, hipotecado la casa y pedido prestado a cuanto amigo o familiar de confianza se había puesto a tiro. Decidió morir de una vez. Era inevitable, y habló con Alberto. Lloraron mucho, pero logró convencerlo de que era mejor vivir bien el poco tiempo que le quedaba que morir en cuotas. Ella dejó de quejarse por los dolores. Sonreía, a veces con los ojos vidriosos. Él, secretamente, siguió pidiendo dinero: a los bancos, a prestamistas. No le dijo a Raquel. Igual, no consiguió demasiado.
Después de un aborto a los seis meses -un intento por desmentir la enfermedad, que las fuertes drogas les negaron-, y un año y seis meses de franco desmejoramiento, expiraba Raquel con una sonrisa, con una mano en las de Alberto, a quien el gigantesco nudo en la garganta apenas le permitió humedecer los ojos. Fue tan fuerte la negación durante el desenlace quedó casi mudo por dos meses. Tenía una voz bajita, apenas audible. A la tercer o cuarta palabra se le humedecían de nuevo los ojos. Y se quedaba imposibilitado de hablar varias horas, los ojos grandes, parpadeantes.
Trabajando y estrechando gastos, consiguió devolver la mayor parte del dinero prestado. Después, se acostumbró a ser frugal y ahorró algo de dinero. Al final, pudo abrir una ferretería, un poco lejos de su casa, pero el lugar le pareció bueno.
Al principio costó, porque no tenía ninguna idea sobre el oficio de ferretero. Era perito mercantil, ignorante de todo lo que tenía que ver con el rubro. Cosechó un montón de anécdotas divertidas que no cuenta porque su timidez le gana casi siempre. Una vez le vinieron a pedir “clavos estriados de una pulgada y media”. Cómo no sabía de qué le hablaban, llamó al proveedor y le pidió doce cajas. Cuando las bajaron del camioncito repartidor se dio cuenta de que tenía de esos clavos malditos a patadas. Y que casi no se vendían ya, porque solían usarse en el campo, y la ferretería estaba en pleno Caballito. Ahí están las cajas de clavos, entre las mangueras de jardín -encontró que podía recomendarlos a los que tenían jardín, la alternativa ciudadana al campo- y los azadones en miniatura para señoras hacendosas. Son “un clavo” esos clavos. Si Raquel viviera, le diría así y se reirían los dos.

Mabel no acusó recibo del ofrecimiento de Alicia. Pero ella operó en secreto. La invitó al cumpleaños de Edgardo. Con los chicos; sí, no importaba. Domingo al mediodía, en familia.
Mabel se dio cuenta de que no tenía nada que ponerse, nada que no tuviera un par largo de años de uso intensivo. Y lo que conservaba en el ropero, la ropa que solía usar cuando salían con Luciano, parecía tan pequeña que quizá pudiera usarla Marcia.
Estuvo a punto de excusarse, pero una vecina, la “abue” -como le dicen los chicos a Luisina, la señora que vive contigua a la casita de Mabel-, acudió en su auxilio. Los atorrantes le contaron que mamá no los iba a llevar a una fiesta porque “no tenía qué ponerse”, y la gentil señora ofreció su ayuda.

No era la primera vez. Cuando intuyó que la pequeña familia la estaba pasando mal, ofreció a Mabel trabajo limpiando su casa. Mabel es orgullosa pero entendía la bondad de la señora y aceptó. Cuando la nombraron en el Registro Civil quedaron amigas. La “abue”, como gustaba que la llamaran, siempre estaba contenta por ayudarlos, pero Mabel no le daba demasiadas oportunidades. Luisina -viuda también- tiene una sola hija casi de la edad de Mabel, que vive en Estados Unidos. Con la ropa de esa hija, que conserva con devoción, ofreció a la mamá de Marcia y Lucas una solución.
Así fue que Mabel apareció en casa de Alicia, el domingo del cumpleaños de Edgardito. Vestida con ropa ajena, incómoda, pero contenta con poder cumplir. Los chicos, impecables, sonreían y se comportaban.
Entregaron el pequeño regalo -unas medias- y Mabel preguntó si podía ayudar en algo.
Alicia le dijo que no, que no hacía falta, pero si quería que estuviera atenta para cuando llegara Alberto en la camioneta, que traía unas sillas. Le aclaró entre visteos que ese Alberto era aquél del que habían hablado. Los chicos se miraron. Se puso nerviosa.

La verdad, Mabel había tenido un viejo galán que retornó con insistencia cuando falleció Luciano. Pero ni ella ni los chicos lo recibieron bien. En realidad, era casi amigo de la familia, y de repente se aparecía con flores -con lo que odiaba Mabel las flores después del velatorio- o alguna cosa dulce “para los nenes”. Hasta que un día Marcia -demostrando cuánto de cierto hay en eso de la “intuición femenina”, aún en una niña- le dijo a su mamá que odiaba a Pedro porque les había dado plata y les había pedido que fueran a comprarse golosinas y “que se demoraran”. No se habló más. Nunca más se lo admitió en la casa.
Alberto llegó con la Ford roja cargada de sillas de plástico. Se había demorado un poco -y estaba bastante ceñudo- porque había visto cómo un estúpido atropellaba a un cachorrito por pura maldad. Cargó al perro en la caja de la camioneta y lo tenía ahí, al lado de las sillas. Estaba más preocupado por eso que por descargarlas o por Mabel.
Llamaron por teléfono a varios veterinarios, hasta que uno aceptó atender al can. Parecía que para los veterinarios no había estúpidos capaces de atropellar perros en domingo.
Los chicos sintieron pena por el animal, que les movía la cola, apenas, cuando los veía asomarse por los bordes de la caja de la camioneta. Estaban serios e impresionados. La muerte se había llevado a su papá en un accidente de tránsito, y estaban casi tan callados como Alberto.
Mabel supervisaba su comportamiento con ojo avizor, pero no se dio cuenta de la relación que habían hecho entre el perrito y su papá. Ella también tenía en qué pensar.
Entablillaron al cachorro, que gimió de dolor mientras lo manipulaban, y lo pusieron en una cama improvisada con algunos trapos viejos, dentro de una casilla de gas en desuso. La casa estaba llena de chicos, pero sólo a los nenes de Mabel les importó el cachorro y se quedaron haciéndole compañía, con secreta esperanza.
En cuanto recibió la palabra tranquilizadora del veterinario -que partió raudo a otra emergencia porque un veterinario que ama a los animales los domingos también tiene mucho trabajo-, Alberto volvió a ser el gentil tío de Edgardo. Le había regalado una Play Station al sobrino -lo que explicaba un poco la ausencia de críos alrededor del perro-, y casi todos, excepto los de Mabel, estaban en el living maravillados con los juegos.
La verdad es que Alberto, a los ojos de Marcia y Lucas, era un héroe.
Se sentaron a comer en los mesones dispuestos en la amplia galería de la casa materna de Alberto y Julio, el papá de Edgardo. Mabel se sentó respetuosamente lejos del grupo familiar directo, casi en la punta opuesta de la mesa. No conocía a nadie de las personas que la rodeaban, pero su simpatía natural pronto la integró al grupo. Cada tanto miraba con ceño fruncido la mesa de los niños, donde los suyos comían pendientes de ella, portándose bien.
Pensó en Luciano, y en lo orgulloso que estaría de ellos. Separó su plato, como diciendo basta, e incluyó a Alberto en sus miradas furtivas. Cada tanto se le desaparecía del campo periférico, pues estaba sirviendo la mesa como si fuera el anfitrión. Eso le gustó.
Pasó por detrás de ella, con una bandeja de mollejas, y al ver el plato de ella, retirado y con los cubiertos cruzados, le insistió en que probara una, que estaban muy bien asadas y era una lástima perdérselas. Ella dio las gracias y acercó el plato otra vez, dejando lugar para las crepitantes achuras.
No hablaron más hasta el fin de la tarde. Cuando el cumpleañero hubo soplado las diez velitas, se repartió la torta y sirvieron sidra y café, la gente empezó a retirarse con el típico ritual, dando excusas con el tráfico de los domingos o lo mal que andaban los trenes. Mabel no quiso ser la primera, pero cuando quedaba la mitad de los invitados, le avisó a Alicia que se iba. Ésta le dijo que esperara un momento, que ya la acercaban. Se puso incómoda, protestó. Alicia insistió, haciendo gestos extraños y muy vehementes con la cara. Que no, que ya había algo previsto.
Le pidió que esperara en el living, mientras se hacían los arreglos. Marcia miraba con interés deferente al cumpleañero, que jugaba aún con algo de torpeza con la nueva consola, rodeado de primos y vecinitos. Lucas estaba indiferente, sus atenciones estaban con Sandokán, el Corsario Negro, el Sanguinario Olonés y Morgan.
Alberto apareció por fin. Les señaló la salida con un gesto mudo, y una vez en la vereda se acercó a la puerta de la camioneta, del lado del acompañante y haciendo un pase complicado, la abrió. Pidió a los niños que subieran primero, con una sonrisa apenas disimulada. Mabel subió después, dando las gracias. Cerró la puerta con un golpe seco y rodeó la trompa de la Ford para sentarse del lado del conductor. Les preguntó si estaban cómodos, a lo que todos contestaron con un asentimiento de cabeza y una subvocalización afirmativa: "¡Mhm!".

Salieron despacio hacia la avenida, luego cruzaron por debajo de la autopista y se subieron a ésta por la rampa opuesta, hacia Haedo. Alberto les preguntó a los chicos sobre el cachorro, si creían que estaría bien ahí, o era mejor entrarlo por las noches, para que no tenga frío o se moje con una lluvia nocturna imprevista. Los chicos opinaron que, salvo que hiciera mucho frío, ahí estaba bien. Mabel miraba por la ventanilla, con una mano en la boca y dando la impresión de estar distraída, pero pendiente de todo. Alberto les explicó que una vez el perrito estuviera bien, le iba a buscar casa, porque no había quien lo cuidara durante el día. Por el momento, vendría al mediodía para darle de comer y hacerle unas caricias, pero que no podía siempre.
Lucas miró a su mamá, con el gesto universal de súplica, aunque medido. Mabel, seria, estudió la situación y dijo que no había problema, si alguien se lo acercaba, en su casa estaba haciendo falta un perrito.
Los chicos sonrieron cuando Alberto se ofreció a llevárselos, ya que pronto conocería dónde vivían. La camioneta iba lenta, por el carril de la derecha, como demorándose. Sin embargo, llegaron más rápido de lo que todos quisieron.
Mabel y Alberto se despidieron brevemente. Antes de que éste se bajara a abrirle la puerta, quedaron en que les avisaba por Alicia cuándo les llevaría el cachorro.

Tres semanas más tarde, Alberto les trajo el perro, que ya no era una flaco canijo, sino un perrito alegre que movía la cola por cualquier cosa. Tenía un hermoso collar de cuero rojo, que quedaba muy bien con el color té con leche del animal. Ese día los conocí.
La camioneta se detuvo frente a mí, cuando iba a hacer unos mandados, con el perro jadeando por la ventana semiabierta del acompañante. Alberto (tenía cara de Alberto) bajó, golpeó las manos y salió Mabel (también le venía bien el nombre), precedida de los chicos. La casa no estaba terminada del todo -qué casa lo está-, el revoque era toda su decoración exterior, pero tenía unas sólidas rejas negras de dos metros de altura. Los noté nerviosos, se saludaron con una sonrisa leve y una inclinación de cabeza, reja de por medio y se quedaron hablando así, turbados, sin percatarse de la situación. También parecían alegres de verse. Los chicos miraban conansiedad al cachorro, que ladraba y movía la cola con alegría, al reconocer a sus amigos.
Yo pasaba justo en ese momento por la vereda. Venía distraído, pensando en mis cuitas, haciendo las compras al almacén cercano, cuando la buena vibra del ambiente me llenó el alma. Allí había dos enamorados. Percibí quizá su amor antes mismo que ellos, filtrándose por la reja hacia los dos lados.
Al volver con mis módicas vituallas la reja permanecía cerrada. La Ford también seguía allí; la ventanilla, llena de baba de perro, cerrada. El perro no estaba y las balizas de estacionamiento seguían encendidas.
Una vez dejé atrás la de Mabel, percibí en el dintel de la casa vecina una sombra. Había una anciana en la puerta. Sus posibles setenta años se le habían borrado del rostro, estaba sonriendo. Me miró con complicidad, mientras cerraba la puerta. Le guiñé un ojo y seguí mi camino. Para mí que se llama Luisina.

Juanes

Hola, soy Juan. Bueno, no Juan-Juan, el que ustedes pudieron conocer. Soy un Juan-Alterno. Soy el Juan que nació normal, sin taras de nacimiento. Adquirí algunas al crecer, pero no estoy aquí para hablar de eso.
Juan, el de ustedes, es un lindo chico. Bueno, mejor dicho: yo lo soy, y a veces olvido que si bien somos el mismo pero en dos líneas temporales paralelas -y cada uno tan Juan como lo es-, no somos iguales. Él pudo ser lindo pero le tocó su realidad, por desgracia. Su madre (que es como la mía, se llama como ella, pero tiene a este Juan -me resisto a decir defectuoso-) tomó algunas drogas en la gestación que deformaron el feto y le provocaron las taras de las que hablé y que no tengo. La mía cuidó mucho qué ingería y siempre me decía que era hermoso como un sol.
Perdón, estoy aquí por Juan, el otro.

No quiero que se dejen llevar por la impresión, no. No soy alguien que viene a sentirse mejor viendo que otro está peor, o a presumir de algo. Vengo porque tengo que dar testimonio de Juan. Él no puede, por ejemplo, porque es ciego -o casi, tiene nociones de claroscuros y siluetas muy difusas-, pero no sabe leer ni escribir, ni Braille ni nada.
Somos muchos Juan, no sé cuántos. A mi me tocó reportar el Juan de ustedes, y estoy contento. Tengo la facilidad de saber todo sobre él, porque inexplicablemente puedo evocar cada uno de sus recuerdos como si los hubiese vivido yo mismo. O sea, cargo con los recuerdos de los dos, e intuyo que él puede recordar cuando me caí de la bicicleta, o cuando dí mi primer beso. Es confuso, pero es así.
Juan, al nacer, ya se sabía que sería diferente. Si bien la ceguera se descubrió algo después, su labio leporino fue evidente en cuanto lo limpiaron del líquido amniótico materno. Estimo que su madre (que como dije, en realidad es como la mía, tan parecida -y distinta- a ella como Juan y yo) lo rechazó a primera vista. Mi madre me ama, sobre todas las cosas, porque soy bello y perfecto. Me refiero a cuando bebé, específicamente. Los padres de uno tienen un secreto orgullo cuando hacen hijos hermosos. La pobre mamá de Juan no estaba preparada para su fealdad, como no lo hubiese estado la mía.
Pero se sobrepuso pronto. Nuestras madres son abnegadas, aparte de orgullosas, y nos criaron con una mezcla distinta de amor, fastidio, orgullo, abnegación y tragedia. Diferentes proporciones, creo: Juan tuvo mucho más amor y abnegación en comparación conmigo, que fuí amado más cuando más perfecto, hermoso y digno de mi madre me mostraba. En fin. Desvarío.
A veces pienso qué habría pasado si la vida le hubiese cambiado los niños, y tuviera mi madre que cargar con la fealdad de Juan. La de Juan se merecía un niño como yo, hablando con sinceridad. Pero bueno, Juan pensaría distinto, tal vez. Sí, piensa distinto, lo sé.
Volviendo, puedo decir que entre tanta desgracia él no es infeliz. Es bastante feliz, en realidad. Disfruta casi todo lo que vivencia. Es muy poco en comparación con mis experiencias. He visto el mar, me trepé a los acantilados que quise y cabalgué cada tarde de primavera que pude en mi adolescencia.
No, claro que no puedo afirmar qué pensaría él si experimentara otras cosas que le estuvieron vedadas, como las chicas, o los deportes, o simplemente, ver el mundo. Creo que no mucho, porque yo, siendo tan parecido, no he encontrado realmente mucho placer en ello. Siempre creí que me he perdido de mucho, que hay cosas más interesantes que el mundo inexplicablemente me niega a veces con mezquindad.
Qué raro. A veces pienso que envidio a Juan. No, claro, no el labio leporino, la ceguera y sus débiles músculos. Si yo, como dije, hacía deportes, era ágil y fuerte. Pero desde que lo conozco, desde que supe que él era yo mismo en otro continuo temporal, estoy inquieto. No sé. Tenemos casi la misma madre, el mismo padre ausente, las mismas abuelas (sin embargo, la que decía de mí que era un “mocoso maleducado”, decía de Juan que era su “tesoro”).
Por ejemplo, mi madre se negaba a darme una segunda porción de helado, cuando niño. ¡Cómo me gustaba el helado! No le costaba nada, había de sobra en el congelador. Pero no, claro. La madre de Juan le dio todo el helado que quería, siempre. A veces hasta lo miraba comer con mudas lágrimas en los ojos, mientras el pobre inocente sonreía, relamiéndose, ignorándolo todo.
La vida es injusta, si señor. A Juan le tocó la mejor mamá, la mejor abuela, todo el helado que quiera, ser tan feliz como yo infeliz. A veces pienso que quiero ser Juan. Es confuso.

jueves

Otra vez la lluvia

Recién acabábamos de hacer el amor, por última vez.
Era el jueves de semana santa. Llovían gotas pesadas, intermitentes. No teníamos dónde ir, nunca lo tuvimos. Así que la noche se nos había hecho en plena calle, en nuestros corazones y también tiñendo los árboles y el cielo. Como dos vagabundos, mientras todo el mundo iba por reparo seguro a la borrasca, nosotros buscábamos un lugar al resguardo vano de las miradas ajenas, alguna intimidad a la vista de todo el mundo.
Llorábamos, con inconstancia, imitando a la lluvia. Yo mucho menos, pero igual era casi llorar demasiado para mi gusto. Cada tanto, reparando en la inverosimilitud de mis lágrimas, ella me las enjugaba y soltaba más de las suyas, como queriendo hacerlo por mí.

-Yo sé que esto no es el final. No puedo imaginarte lejos. No puedo imaginar mi vida sin vos -dijo, con algo de bronca, entre dientes apretados-. Puedo imaginar que aparecés cada tanto, a lo largo de los años, y todo vuelve a ser real.


Nos sentamos debajo de unas casuarinas, que mientras no se empaparan completamente, nos servirían de refugio. Una gata peluda me picó en la mano, haciéndome ver estrellas de todos colores, por el dolor. No dije nada. Como la Any de “La Náusea”, comprendí que no era digno de ese momento semejante infortunio.

-No. Yo no puedo darme ese lujo. Tengo que matarte, o matarme. Poner entre nosotros una montaña que no se pueda escalar, un mar que no se pueda nadar. Lo peor de todo, es que si sé que me esperás del otro lado, voy a morir escalando, o ahogándome. Así que tengo que saber que elegiste bien, que no me necesitás, que sigo siendo un problema irresoluble. Haré mi vida, te olvidaré y seré feliz. Aunque ahora no lo sea. Esto que empieza hoy es lo que te perdés. El resto de mi vida.

-Lo peor de todo es que sé que tenés razón. Sin vos, mi vida va a ser una secuencia de días grises. Haré todo lo que se espera de mi. Me imagino satisfecha, casi feliz, por tener a mi entorno feliz. Mi vieja, Claudio, mis hermanos. Aunque cada tanto escucharé una canción y sabré que me equivoqué -me miró a los ojos, con total sinceridad-. Sos el más fuerte, al único que puedo resignar sin saber que lo destruyo. Elijo a Claudio, y sé que pierdo mucho, pero ellos no pierden nada. Si te elijo a vos, que sos el vacío, el “no hay futuro”, el riesgo de haberlos perdido por nada es demasiado.

-Ah, eso. Si, no te puedo decir qué pasará mañana. No te puedo decir cuánto tiempo te voy a querer. No lo sabés vos, tampoco, pero pretendés que sí. Que con decir “te voy a querer”, alcanza. Siempre supe que mi sinceridad, aunque sea la verdad más irrefutable, iba a terminar cobrándome caro. Es mejor mentir, ¿no?.

Pensó un rato. Su cara mutaba con cada línea de pensamiento. Pero llegaba al punto en el que todas las derivaciones terminaban en el mismo gesto: temor.

-No puedo -se puso seria-, me quedaría afuera de mi vida. Vos no me necesitás, entendeme. Claudio, sí. Mi familia, también. Si, soy una cobarde y ahora me doy cuenta. Aprendí mucho con vos. También cosas buenas -sonrió, entre las lagrimas-. Si te vas, no habrá océano que me separe de vos.

La lluvia nos había abandonado, de momento, dándonos la oportunidad de separarnos. La acompañe, en silencio, hasta la parada del colectivo. Entendía su lógica, pero no era la mía. Siempre aposté por mis afectos. Por todos ellos. No los segrego, ellos lo hacen por mí. Y ni siquiera así estoy conforme con eso, a veces.

Pero esta vez era distinto: la necesitaba, la quería, la amaba. Su decisión, la de dejarme y volver a la vida de la que había salido, era entendible. Yo era el presente, la vida. Ella prefería el futuro, la esperanza.

-No vas a saber más de mí. Este último beso, es el último. De verdad.

La besé, despacio. Con su aliento en mi boca, me dí vuelta, el corazón saliéndoseme por la garganta. A los cinco pasos, una vez que hube exhalado, quería volver con ella. Que me abrazara, que me dijera que no, que se quedaba conmigo. Pero no, íbamos a seguir siendo amantes durante años, siglos. Ella viviría las dos vidas, y yo, ninguna.
Decidí no verla más. No sabía cómo. De alguna manera, matándola, matándome. Poniendo una montaña inescalable entre nosotros, un océano que no pudiera cruzarse.

Jamás la volví a ver.

Y un día, mucho después, fui muy feliz.

domingo

Bodas y mentiras

La idea de juntarnos a todos los invitados solteros y solteras antes de la noche del casamiento había sido de la entusiasta pareja. Se aseguraba que en las bodas los invitados que asisten solos y en edad de merecer suelen estar a merced de su falta de timidez para departir y divertirse -lo cual se espera de ellos, hasta con impaciencia, como si aburrirse fuera una falta de decoro en tan gloriosa fecha-, por lo que nos habían convocado para reunirnos en una confitería de moda, en pleno centro nocturno de la pequeña capital provinciana.
Intenté negarme, a la tarde, sin herir la susceptibilidad de quienes ya habían suscripto contentos a esa idea estúpida, haciendo una llamada a mi interlocutora de confianza, la hermana del novio.
- Qué hielo quieren romper. Al casamiento voy porque si no dicen que soy un amargado -lo dije con una sonrisa irónica, tratando que se oyera por el teléfono, a fin de no parecer tal-. Pero ya sabés que pienso de los casamientos.
- Sí, lo sé. Y también sé que vas a ser el primero en esconderte detrás de una columna, con una botella de vino, prendiendo cigarrillos a cada rato y con cara de circunstancia.
- Es mi cara, qué querés. Las fiestas me aburren. Y así soy yo.
- Pero por eso vamos a presentarte todas las chicas antes, esta noche... -dijo "chicas" con énfasis, pretendiendo hacerme reaccionar. Me dí cuenta que no me hablaba a mí (tal vez a un yo lejano, desaparecido hace bastante). Tal vez otros reticentes habían sido quebrados con este argumento-. Dale, no seas amargado.
- ¿Ves? No soy un amargado, estoy muy bien así. No necesito que me presenten a nadie. Menos para un casamiento, a la vista del todo el mundo. -Y poniéndome serio- No, no voy a ir. Y me parece que tampoco iré a la fiesta, si voy a tener que divertirme por obligación.
- Dale, Marito. Dale. Alguien preguntó por vos y le dije que ibas -lo dijo con cierta picardía, esperando que le pregunte quién-.
No hacía casi falta. Me imaginaba quién, no podía ser otra. De las amigas de la novia, era la única que había estado en mi lista (cada vez más rala) de pendientes. Pero me había enterado que se casaba en breve, y estaba tachada con un grueso trazo rojo. Esa mujer y yo teníamos un largo historial de nada: siempre de novio con otro. Para mí había sido una especie de Parnaso lejano y al que no tenía demasiado acceso: refinada, rodeada de un aura artística de excelencia (tocaba el cello desde la infancia, y había cosechado aplausos y elogios a cada paso), su vida era ordenada y andaba con equilibrio entre la burguesía y la bohemia (no como yo, que me debatía entre ambas cosas tropezando con todo).
Mi interlocutora, vieja amiga, sabía que no araba en vano en ese terreno.
- No te creo. Ahora decís que fue Laura quien preguntó, y te corto por mentirosa.
- Bueno, dale. Cortame y no te enterás de nada.
- Soy todo oídos.
- No, andá esta noche al pub, y no va a hacer falta que te cuente mucho.

Más tarde buscaba a mis futuros contertulios a través de las ventanas del local, mientras fumaba nervioso preguntándome porque aún no podía ponerme alguna excusa valedera para estar ahí -salvo una curiosidad que no atrevía a reconocer-. Cuando me convocan en calidad de alguna cosa me suelo sentir incómodo, sobre todo si implica una reducción banal de mi calidad de snob, pretendiendo meterme de prepo en algún colectivo demasiado heterogéneo y patético, del que me envanezco pensando que no es el mío. No, no soy un "soltero buscanovia en casamientos" ("Pero qué hago acá?").
Patricia, mi amiga, me hacía señas cada vez más desesperadas desde un rincón del lugar, poco concurrido quizá debido a que no era fin de semana, pero el grupo al que debía unirme parecía numeroso. Unas cuantas mesas conectadas, muchas gente desconocida y caras alegres a las que se les envidrió el gesto en cuanto me vieron, confirmaron el error de haber ido.
Patricia dejó a Laura para el final de las presentaciones, y me hizo un seña cómplice para que me sentara en una silla vacía a su lado.
Miré rápido alrededor y preferí sentarme enfrente, donde podía distraerla con mis manos si había charla, o repantigarme detrás de algún vecino si mi amiga había sido demasiado optimista. Igual, no había habido un entusiasmo notable, lo que me parecía absolutamente lógico tratándose de mí.
Si bien Laura era una belleza regular, de rasgos pequeños, era atractiva. Físico mediano, sin grandes salientes. Vestía módicamente, pero no había detalle librado al azar. La cinta del pelo, el cinturón, la cartera y los zapatos eran del mismo color marrón oscuro de sus ojos. Su fuerte era una generosa posadera, ahora apretada en un jean adhesivo que quitaba el aliento.
Me sonrió, y me preguntó si era cierto que tocaba la guitarra. No le contesté la pregunta.
- Perdón, nos conocemos ya. Tal vez no te acuerdes. Igual, hace unos años nos presentaron y te dije lo mismo "ya nos conocemos".
Su sonrisa, se heló por un segundo. No se esperaba tanta franqueza. Yo no esperaba tanta falta de sinceridad.
- Vos sos el amigo de Patricia, el que se emborrachó en el Club de los Abogados y se tiró a la pileta en pleno agosto. Me acuerdo, si.
Había tenido que acordarse de eso. Ya no tenía oportunidad de parecer sofisticado y mundano.
- Si, pero ya nos conocíamos de antes. Un día te saqué a bailar y me diste vuelta la cara. Bastante cortante -le sonreí, porque para mí ser sincero o cortante son cosas simpáticas, que me gustan de la gente-.
Ella digirió mi sonrisa con un instante de reflexión, que se tragó con un gesto visible. Pero ahí mismo hicimos contacto: se dio cuenta que no iba a ser condescendiente con ella a pesar de ser linda. Y sonrió, a su vez.
"¿Habrá entendido?", pensé. Qué duda.
- Te he visto en algunos conciertos, me gusta mucho el cello -le aflojé, para olvidar rápido el momento de sonrisas heladas.
- Hubiese sido bueno si me oyeras.
Touché. Tardé un segundo en detectar la ironía. Correcto: sabía que me gustaba, y acababa de decírmelo. Pero eso me hacía las cosas más fáciles.
A partir de ese momento, el flirteo fue más fácil. Era inteligente, rápida para la ironía, aunque mis constantes salidas de rumbo la desconcertaron al principio, pero pronto me agarró el ritmo. El resto de los "solteros en merecimiento" dejaron de existir. Cada tanto alguno reclamaba nuestra atención, pero se empezaron a volver una molestia, a la que ella cada vez respondía con más fastidio. Leí en sus ojos el pedido de auxilio: "¡Sacame de aquí!".
- Hay mucho humo. Me duelen los ojos -mentí- ¿Me acompañás afuera a tomar aire?
- Dale.
Salimos. Caminamos instintivamente hacia cualquier parte. En silencio. Una voz decía en mi interior: "¡Por fin!". Sin embargo, crecía un sentimiento de desilusión. Me sentía Groucho Marx, protestando en la puerta del club que lo admitía como miembro. “¿Qué hace esta mujer conmigo? Qué fácil fue”. Me sentí algo incómodo, pensando en alguna confusión de su parte. Otras cosas pensé mientras nos alejábamos del ruido. La primera fue "tiene novio". La segunda, "qué me importa".
“La historia de tu vida, Mario, qué querés saber”, me dije. Soy el tipo que tiene en la frente la leyenda "en caso de emergencia, rompa el vidrio". Reniego de ese título. ¿No había convivido siete años con alguien, solo por romper con el maleficio?
Caminábamos en silencio. Los dos sabíamos.
En cuanto dejamos atrás el bullicio de la calle "de moda", debajo de la sombra de un paraíso gigante que amenguaba las luces amarillas de vapor de sodio, nos besamos. Yo le tomé la mano primero (¿o fue ella?). Quiero pensar que fui quien le tomó la mano.
Quedamos frente a frente. El beso no había sido tan efectivo. Probé de nuevo, con mayor ímpetu.
Nada.
Otra vez.
Nada.
Sus labios eran fríos, como revestidos con una piel artificial. Sin embargo, al tercer beso gimió y comenzó a respirar entrecortado.
Mis labios estaban insensibles, comprobé asustado. Ella me siente, yo no la siento a ella. Sin embargo, mi instinto masculino y mi experiencia me decían que teníamos que salir de esa exposición callejera. Quizá era eso: temía exponerla y estaba algo nervioso. Aunque no estaba nervioso para nada.
- Vamos -fue mi escueta propuesta-.
Ella bajó la vista y asintió. Paré un taxi que al azar pasaba casi a propósito, y le dije con voz segura que nos llevara a un hotel, dándole al chofer una dirección inequívoca. En cuanto la oyó, miró a Laura con lascivia.
Llegamos al lugar, pedí habitación regular. Hacía calor, el aire acondicionado tardaría en enfriar el caldeado ambiente.
Estábamos ahí, a merced de nuestra nula intimidad. Ni ella ni yo sabíamos cómo reaccionar a eso. Ella me abrazó. Suspiró. Se le dio por las confesiones.
- No creas que no sabías quién eras. Yo sabía todo, pero siempre fuiste un hueso duro de roer para mí. No existe posibilidad de que te incorpore a mi mundo. Se espera de mí casamiento, hijos y perro en un patio con rosales. Vos sos un tipo con demasiada historia... -dejó la frase sin terminar para dar a entender que sabía bastante de mis tropiezos-
Acariciaba mi pelo mientras decía esto. Me empecé a poner, inexplicablemente, incómodo.
- ¿Querés ponerte cómoda? -"estúpido, lo que quiere es que la beses", me dije inmediatamente después de decirlo-.
- No, está bien -se sentó en la cama, lejos mío, rompiendo el clima-.
Me acerqué. Empezaba a actuar como siguiendo un libreto:
(MARIO SE ACERCA A LAURA. LA MIRA CON PASIÓN FINGIDA Y SIN ESPONTANEIDAD.)
Mario: Laura ¿estás bien?.
Laura: Si.
Mario: Perfecto.
(SE SIENTA A LA DERECHA DE LAURA. MIRA LAS MANOS DE ELLA, QUE ESTÁN EN SU REGAZO. TOMA UNA SIN MUCHA DELICADEZA Y SE LA PONE EN EL HOMBRO DERECHO, BUSCANDO ACERCAR LA BRECHA QUE LOS SEPARA. MARIO NO LA MIRA A LOS OJOS NUNCA, SOLO VE LOS DETALLES: EL PELO, LA CINTA QUE LO ATA, LOS AROS, LA REMERA DE HILO QUE OCULTA UN PAR DE PECHOS DE TAMAÑO DISCRETO PERO QUE APARENTAN ESTAR ENHIESTOS).
Mario: Seguro estás bien.
Laura: Sí. Seguro.
(MARIO LA BESA REPETIDAMENTE, LA RECUESTA EN LA CAMA Y COMIENZA UN APRONTE DIRECTO AL SEXO DE LAURA CON SU MANO DERECHA. ELLA RESPONDE CON GEMIDOS CADA VEZ MAS INTENSOS).
Laura: hmmmmmmm... hmmmmm...
Mario: ...
Laura: hmmmmmmmmmmmmm... HMMMMMMMMMMMMM!!!!!!....
Mario: ...
(MARIO LA DESVISTE, SIN DEMASIADA CEREMONIA. ELLA ACOMPAÑA LOS MOVIMIENTOS CON LOS OJOS CERRADOS. DESPUÉS LA PONE EN LA POSICIÓN "DEL MISIONERO" Y PROCEDE A LA CÓPULA, NO SIN ANTES DEDICAR UNOS MOMENTOS A LA EXCITACIÓN LOCAL DIRECTA Y MASIVA DE LOS GENITALES DE LAURA Y SUS CARACTERÍSTICAS SEXUALES SECUNDARIAS.)
(EL ACTO TOMA UNOS MINUTOS. ELLA GIME CADA VEZ MÁS Y TIENE UN ORGASMO CONTENIDO PERO INTENSO. MARIO CORROBORA EL ORGASMO DE LAURA Y SE DEDICA AL SUYO, AUMENTANDO EL RITMO DE LA CÓPULA. TIENE SU ORGASMO CASI EN SILENCIO).
"Siempre lo mismo, mierda", me dije con decepción. "¡Puta madre!".
Ella quedó inmóvil, regodeándose en el orgasmo. No nos dijimos nada. Jadeábamos.
Me retiré de ella, sacándome el profiláctico, en un gesto automático, en cuanto le dí la espalda. Me recosté a su lado, después, siguiendo el libreto.
Recién entonces la miré bien. Era hermosa desnuda: la cintura pequeña y sus nalgas firmes eran el punto fuerte. La acaricié, ella me sonrió, con los ojos todavía cerrados.
- Qué bueno estuvo. Sos muy tierno.
“¿Qué hace conmigo? Se está por casar ¿Porqué está sola?”, preguntas que rondaban todavía en mi cabeza.
Se giró, y como adivinando mis pensamientos, siguió con la ronda de confesiones interrumpidas por el rato de sexo.
- Vine de Córdoba sola para la despedida de soltera. Patricia me insistió que la acompañara hoy, pero le dije que no, si tengo novio. Él se quedó allá, tiene que rendir la última materia, y se viene hoy a la tarde para el casamiento del viernes. Me dijo que ibas a venir vos y que estabas solo. Entonces le dije que sí. Siempre me intrigaste. Conozco varias historias tuyas entre mis amigas.
- Sí –dije con una sonrisa-, espero que no me hayan difamado mucho.
- No todas hablan bien de vos. Sos difícil –y rápidamente agregó- y eso siempre me atrajo, pero cómo me acercaba, siempre estuve de novia. Y nunca me abordaste, salvo aquella vez de la que siempre te quejás. Te estuve por decir que sí, pero estaba con mis amigas. –Cambió el tono- si insistías, te decía que sí.
- La historia de mi vida.
- ¿No insistir?
- Que estés de novia.
La besé, haciendo el intento por ponerla en clima otra vez. Se dejó caer de espaldas, obediente, y se entregó a mis caricias.
Esta vez tuvo un orgasmo ruidoso, totalmente caótico. Yo no conseguía el mío, y desistí temiendo advertirla. Ni se dio cuenta, demasiado concentrada en el suyo. Benditos profilácticos. Tenía la cabeza partida en miles de preguntas.
En cuanto normalizó un poco la respiración se echó encima mío, besándome con pasión, con ardor. “Qué tarde”, pensé. “Si hubiese reaccionado así hace un rato”.
Estaba frenética. Hablaba con esas ternezas amorosas que no dicen nada. Terminó poniéndome algo incómodo. Cada “mi amor” me hacía pensar en el tipo que se quedó en Córdoba. Prefería que dijera “que buen sexo tuvimos”. O que no dijera nada.
En un momento en que la tormenta amainó un poco, pedí ir al baño. Entré y me miré al espejo. Me preguntaba qué hacer. Si aflojaba ahora, si daba crédito a esas palabras llenas de pasión y amor repentino, me iba a meter otra vez donde no debía, Otra vez sirviendo de mojón para que una futura ama de casa desesperada decidiera que el mejor partido estaba con otro. No habría ningún perro ni ningún jardín en nuestro futuro. Sin embargo, salí del baño dudando.
Cuando volví me miraba con arrobamiento. Me senté de espaldas a ella. Prendí un cigarrillo. La estaba aislando y se dio cuenta.
- No sé que hacer, Mario –me dijo, mientras se abrazaba a mi cintura-. Él no es mala persona, es un buen tipo, me quiere mucho. Pero no significa nada para mí, es como un buen amigo. No tengo orgasmos con él.
- Pero te vas a casar ¿no es cierto?
- No sé –puso su cabeza en mi muslo, y me miró por primera vez a los ojos, con el alma-. No sé qué quiero.
- No sé si soy yo la respuesta –apagué el cigarrillo a medio fumar-. Pero creo que no te tendrías que casar con alguien que no querés.
- Pero qué hago –sus ojos me miraban fijo, frunciendo el ceño-. Si no me caso, se va todo al traste. Ya no tengo veinte años.
- ¿Entonces todo se reduce a eso? ¿A un buen partido?
La voz se le puso grave.
- A eso por un lado. A que no lo quiero, por el otro. Y a que acabás de darme mi primer orgasmo como Dios manda en más de siete años. El segundo fue de verdad. Quiero a alguien como vos, en mi vida, y no sé cómo.
- ¿Como yo? ¿Qué querés decir con...?
- Intuyo como sos. Y sé que somos muy distintos. Pero tenés vida, estás lleno de cosas, te preguntás todo. Te vi fruncir el ceño tantas veces esta noche. Me prestaste atención. Nunca intentaste quedar bien conmigo.
- Laura, lo que esperás de mí, lo tiene tu novio. Yo ni sé que voy a hacer mañana. Estás confundida.
Se irguió y en cuclillas me abrazó. Temblaba. Le dí un beso en el hombro y me paré al lado de la cama.
Iba terminando el turno en el hotel, comprobé mirando el reloj del celular. Empecé a vestirme. La miré por última vez, desnuda, cuando se levantó con el mismo objetivo. Me puse de espaldas otra vez, intentando no verla. Cerré los ojos. Era hermosa, cada vez más. Yo sabía que quería decir eso. Cerré mi corazón de golpe, con un seco portazo al sentimiento que nacía en sus propias narices.
Fui al baño, rápido, para darle intimidad. Cuando salí me daba la espalda. Lloraba quedamente.
Me quedé parado un segundo, asombrado. Me acerqué. Se dio vuelta y me abrazó. Empezó a llorar con ganas. Estaba llena de angustia, de miedo. Su corazón se debatía, pero no por mí. Otra vez, lo mismo, una mujer llora en mis brazos por otra persona. La consolé, pero internamente me endurecí más. Ya estaba adquiriendo un reflejo condicionado.
“Laura”, le dije, “dejá pasar un tiempo. Ahora no podés decidir nada, es evidente. Confundida no podés tomar decisiones. Vamos que te dejo en la casa de tus viejos.”
Asintió, se lavó la cara en el baño, no sin antes llorar un poco más frente al mismo espejo en el que yo me miraba confundido. Vaya uno a saber qué le dijo el espejo a ella.
Caminamos unas cuadras, en el silencio de la madrugada, tomados de la mano. Cada tanto, en la sombras, se detenía y me besaba. Sentía sus lágrimas a punto de salir otra vez.
En una avenida tomamos otro taxi, con el que la dejé en la casa paterna, en la que ya sólo venía de visitas. Y en la que, en pocas horas más, estaría con su novio, tomando el té y mintiéndole amor.
No fuí al casamiento. Me gané nuevas enemistades por eso. Patricia no me habló por un tiempo, enojada.
Laura pospuso el suyo, pero sigue de novia.
Yo me alejé de ella para siempre. Hice bien.

jueves

Ozono

Una noción repentina de imposibilidad se estanca dentro mío y me paraliza en la vereda, ignorando la tormenta en ciernes.
Cae una copiosa lluvia inmaterial.
Un trueno intenta asustarme y ponerme en movimiento, porque los rayos que purpuran la tarde no consiguen distraer mi atención.
Es ella, está allí. Y no me mira. O peor, me mira eventualmente sin verme. No hace ningún gesto. Ni de complicidad, vergüenza o remordimiento.
De repente soy nada. Ni siquiera un pavote bajo la lluvia, mirando cómo me ignora.
Su auto gris está estacionado a mi lado, contra el cordón. Baja apenas la cabeza, como tratando de no pisar el agua que se acumula en la cuneta, al pasar entre éste y mi alfeñiquez repentina. Abre la puerta del lado del acompañante, mira hacia la otra vereda un instante y se mete adentro. Sigo sus movimientos y después retomo la dirección de esa última mirada.
Veo salir
de la puerta de un supermercado a un hombre gigante, de unos tres metros de altura, cargado con bolsas y paquetes. Miro de nuevo la ventanilla del auto. Veo su imagen sesgada por el cristal y el ángulo agudo. Creo que me busca por el espejo retrovisor de la derecha, haciendo una finta repentina.
El monstruo llega con los víveres, abre la puerta izquierda detrás del conductor y arroja con displicencia los bultos. Dirige una mirada carente de interés hacía mí, una décima de segundo. "Un pavote bajo la lluvia", habrá pensado. Se derrumba sobre sí hasta achicar su tamaño ciclópeo al de un hombre de un metro noventa y tantos, compatible apenas con el habitáculo del auto, y sube también. Lo pone en marcha, mientras el "stop" hace un guiño y un humo blanco brota del escape.
Se dicen algo. Ella encoge los hombros.
Salen con velocidad hacia la esquina. Al llegar, vuelven a brillar las luces del freno. Desaparecen para siempre.
La tarde se puso negra de tormenta y de verdades aprendidas por primera vez.
Sigo seco, parado bajo una lluvia torrencial.


Aún hoy, después de veinte años, recuerdo el olor a ozono que me envolvía esa tarde.

miércoles

Casi una estrella

Sábado a la noche. Fumo como un condenado mientras camino rápido hacia un antro de mala muerte. "Blues y algo de jazz", dijeron mis amigos. Suficiente, por lo menos. Es algo.
Veo estas casas sin vida y el desapego me invade. Desde hace semanas tengo una sola idea en la cabeza. La idea del reo de cárcel, del hombre casado con una mujer insoportable, del marino con seis meses en el mar: escapar. No importa dónde. Pero quiero irme.
Esta ciudad intenta retenerme, pero sólo logrará centrifugarme más lejos. Igual, la espera me mata.
Con sorpresa veo a Carlos entre el mar de cabezas, a la entrada del bar: un hombrecito pequeño, con cara de niño viejo, su infaltable guitarra enfundada y colgada del hombro.
La alegría de verme apenas se refleja en el brillo esquivo de sus ojos. Es quizá la persona menos demostrativa que conozco. Apenas con una semisonrisa separa los afectos del resto de la indiferencia que lo suele abrumar. Como tampoco soy un espamentoso, nos llevamos bien.
- ¿Qué hacés? ¿Tocás?
- Si, pibe. ¿Te prendés?
- Es que me dijeron que tocaban jazz - sé donde no me tengo que meter -.
- No, boludo, dale que hacemos algo. Te llamo y subís, no te pierdas.
Saludé a otros amigos, me encontré con los que me iba a encontrar. Fumaba, tan ausente como cuando venía caminando y tomaba un fernet con coca que me pusieron adelante. "Casi toda esta gente es conocida", pensaba. ¿Nos conocemos? No. Para nada.
Carlos toca en la guitarra un tema de Miles Davis. Me preocupa Miles Davis. Soy un palurdo, y Miles Davis es donde mueren los palurdos.
- Quiero llamar a un amigo, a ver si nos da una mano con esto.
Me mira. Sé que es a mí, pero el miedo escénico me petrifica (y no suelo tenerle miedo al público). Estoy mal, eso es lo que pasa. Bajo de energías, bajo de todo.
Hago un esfuerzo y subo. Me cuelgo (paradoja) una Gibson Les Paul negra, la mejor guitarra de mi amigo, pero que él ya casi no toca.
Me doy vuelta, ajusto los controles del Twin Reverb (groseros cien vatios que puede sonar como una seda, si se quiere), más o menos para contrarrestar el "twang" de la Gibson, que me incomoda. Algo de Gain... Bajarle el tono a los mics... Cierro los ojos, apoyo mi dedo mayor izquierdo en el quinto traste, compruebo que esté todo bien...
Y Carlos hace una seña de "¿todo ok?" y larga con "Zamba pa'ti".
Me quiero morir. Hace años que no la toco, y encima soy un palurdo (ya lo dije, pero es así). Hay partes enteras que las toco a mi aire, sin el mínimo respeto por Santana.
Sin embargo, como voy repitiendo las frases detrás de él, me animo y me relajo. En menos de ocho compases me siento mejor. La batería se carga rápidamente.
Llegan los solos. Carlos me señala, y me deja los primeros compases, cuando la samba de desmadra. En vez de Santana, me sale un Gary Moore, inexplicable. Donde debiera ir una nota, pongo cuatro. Me acelero. Subo un poco el volumen con el meñique, y el Fender Twin gana rispidez. Se pone denso. Es la guitarra, pienso, que me ordena ser Gary Moore.
El mástil de la Gibson no es el mejor para mí, es un tanto grueso y plano, y las cuerdas son demasiado finas para mis dedos bestiales. Los bendings son demasiado tentadores, y voy a cortar una cuerda si no paro un poco.
Miro a Carlos. Sonríe. Sabe que estoy en el cielo, y no osa interrumpirme. Pero sé que él también quiere. Y al final del compás, dejo que la Gibson resuene en un largo feedback para que él retome desde ahí a las más tranquilas aguas santanescas.
Nada de eso... Se lanza con una espeluznante catarata de semicorcheas, que levantan el aplauso del atiborrado barcito. Quieren eso. Dos músicos dando todo lo que pueden, no importa si uno es un virtuoso y el otro, ejem, un palurdo.
Dieciséis compases después, me cede el turno. Subo un poco más el volumen, y ya no soy Gary Moore. Soy un descastado en una ciudad que lo ignora, buscando redención en un escenario de tres por cuatro metros. Y voy por ella.
Toco primero con furia, la Gibson gime por mí. Aúlla. Me doy cuenta de que esto va a terminar mal. Podría estar llorando, pero eso es imposible. El ritmo se impone, la escala mayor de sol es luminosa y me rescata de las profundidades...
El instrumento soy yo, ya no un intérprete. Me elevo. Hasta mi postura corporal cambia. Cedo mi turno a Carlos, que me hace una seña para que hagamos el final a contrapunto. Me dejo llevar y vamos al final, un compás cada uno.
Terminamos en Sol, como Dios manda. Y aplausos, aplausos.
Agradezco, bajo del escenario. Me saluda todo el mundo. "No sabía que tocabas, man!". Me palmean, me felicitan.
Llego hasta donde mis amigos, que me tienen otro fernet listo y están llenos de sonrisas. Uno de ellos me dice "hijo de puta, parecía que le ibas a cortar las cuerdas".
Espero que termine el número de mi amigo, me despido. Salgo a la calle. Veo gente conocida, alguna que hasta tuvo hasta algún intento de intimidad conmigo.
Vuelvo a casa, caminando, solo. Pero ahora una canción retumba en mi cabeza.
Igual, me quiero ir.

domingo

Continuo Brontëano

"¿Morirías conmigo?"

La inesperada pregunta rompía la amorosa atmósfera post coital, súbitamente contaminada por una fétida niebla de aberración y lobreguez. La muchacha hacía la pregunta, casi en un susurro, cuando la introspección silenciosa que le producía cada "te amo" llegaba a su clímax.
Los interlocutores recibían este repentino chorro de agua gélida en el pleno de sus ardientes ensoñaciones con reacciones diversas: asombro, temor, enojo, indiferencia, candidez o desprecio.
Pero era la pregunta correcta, inflexiva, que determinaba si esas promesas de amor y veneración tenían el enfoque correcto.
Aparte de formularla en el momento justo, cuando el amante ardía en su propio rescoldo pasional, sabía como debía ser respondida correctamente y discernir entre todos los matices posibles de un si. Porque hubo quienes contestaron "¡Sí!" con demasiada ligereza, sin entender que la pregunta no era figurativa, sino completamente literal. Otros, quizá, hubiesen contestado afirmativamente a largo plazo, pero entendieron que se les preguntaba si morirían ahora mismo y temieron consentir su temprana muerte en manos de una loca suicida.

Morir juntos. ¿Quién puede vivir después de que el objeto de su amor yace bajo tierra esperando a los gusanos? ¿Porqué vivir si se ama algo que ya comparte la misma nula esencia vital que las piedras y el detrito más infecto? ¿Por qué no ser humus juntos, no trashumar las humedades hacia lechos acuosos subterráneos y recibir en perfecta unión la tumba que madre Gaia dispondría para ellos?

Cuando era niña, una borrasca fortuita la separó de su madre en el cementerio dónde fuera enterrado su padre, mientras se alejaba de sus suspiros cada vez más atormentados. El algodón de los limpios vestidos almidonados, que perfumaba cada mañana de domingo cuando después de misa iba “a ver a papá”, le acariciaba el cuello con su corazón de copo tierno mientras caminaba despacio, absorta, entre las tumbas vecinas.
Como todo niño que transita desde temprano entre las tribulaciones de sus mayores, estaba totalmente desprovista del sentido de tragedia que tienen los adultos. El cementerio no contenía sino seres queridos como su padre, y se ofuscaba pensando en la cantidad de ellos que había allí y qué pocas personas los visitaban.
En una placa enmohecida y apenas legible, algún artesano, amanuense de tumbas, había reproducido prolijamente:

“Aquí yacen aquellos que la muerte intentó separar,
y que contienen en su comunión eterna,
lo que una vida incompleta intentaba negar.”

Memorizó la lápida paladeando cada palabra e intentando imaginar el críptico significado. Los gimoteos maternos estaban en pleno paroxismo.
Un aguacero se declaró impetuoso y exponencial entre remolinos súbitos de viento. Truenos y relámpagos iluminaban la oscura mañana de verano. Se oían cantar cada vez más fuerte los sapos, anticipando el gozo de las charcas.
Los llamados de su madre eran agudos y alarmados, pero no estaba segura de saberse el epígrafe. Un rayo hizo blanco en una gigantesca casuarina a su espalda y una rama gigante se desmoronó entre las tumbas que la separaban de ella. La lluvia era una cortina helada, presagiando granizo. Instintivamente se metió bajo el dosel de la tumba y se sintió bien. Estaba seca y el mármol le resultó suave y cálido, pues todavía retenía el calor del sol previo a la tormenta. Las hiedras la cobijaban del viento. Se quedó dormida.

A medida que fue creciendo y comprendiendo qué quería decir la enigmática frase, despreció la cobardía de su madre. Ignoraba que si hubiese podido interpelarla, le hubiera arrostrado con encono su propia existencia como excusa. Totalmente veraz, porque en el fondo despreciaba a la niña precisamente por existir. La había odiado en secreto desde el mismo día en que contempló azorada como los ojos del padre reservaban parte de la dulzura, otrora sólo destinada a ella, para ese rosado monstruo que le había desgarrado las entrañas al nacer.
Ese odio mutuo, cobijado al calor de las formas adultas y la dependencia infantil, reventó el dique en su cada vez más emancipada pubertad. Se expulsó de la vida familiar y fue en busca de una amor a su altura. Desde que fue mujer, buscó desagraviar a su padre siendo la amante consagrada que su madre no fue. Se hizo experta en el mundo masculino: supo qué hacer, cuando y cómo. Fue psicóloga dedicada y prostituta diestra. Aprendió a llevarlos al paroxismo del amor y la pasión, sólo para poder reconstruir el escenario y llegar al instante en el cual esa pregunta podía hacérsele a cada enamorado, inevitablemente.

“Te amo...”

"¿Si, pero... morirías conmigo?"

sábado

Ricardo y el nene.

El siguiente es un ejercicio que hice con autorización de Cassandra Cross, quien escribió un relato conmovedor sobre una nena y sus rarezas, que me hizo recordar una historia de mi infancia. La bastardilla en el medio del relato es una adaptación del suyo al mío. Los invito a leer ambos.

Puede parecer que de chico fui un encanto de criatura, todo el día leyendo libros y escribiendo mis fantasías en cuanta hoja en blanco había a mano. Para nada.
Por determinadas razones que todavía hoy desconozco, mis padres veían esto preocupante, y sin tomar en serio mis protestas, me mandaban a jugar. Pero no en el patio, solo, donde continuaba con mis desvaríos.
-Afuera, te dije.
-¡Ufa!
Salía el ratón de su cueva, frotándose los ojos, y empezaban los problemas. Al no ser demasiado frecuentador de la pandilla de la cuadra, siempre estaba negociando mi posición en ella.
Nunca pude aceptar la autoridad sin rebuznar.
En esos escalafones infantiles siempre fui un líder abandónico. Comandaba la revolución, pero en cuanto tenía éxito y me sentía libre, la dejaba acéfala. Mis huestes, confundidas, volvían otra vez al yugo caprichoso del líder recién derrotado. Así, hasta la fecha.
En mi cuadra había un malevo, un bravucón. Se llamaba Ricardo. Todo lo arreglaba a las piñas, como buen hijo de policía. Era macizo, largo de brazos y bastante cruel. Me odiaba.
Si jugábamos al fútbol, yo no podía pretender ser delantero. Entendía mi lugar (aparte, no me enloquecían los deportes) y tomaba posición generalmente de defensor. Y él, que nunca me elegía, era siempre el delantero enemigo.
Mi diversión era sacarle la pelota como sea. Era una especie de duelo, y todos estaban atentos a él. Yo perdía casi siempre. Pero cuando ganaba, Ricardo hervía. Se ponía rojo, cerraba los puños y se encogía de hombros. Yo me desentendía (nunca me gustó pelear de manera voluntaria, me tenían que venir a buscar, pero a veces me gustaba dar motivos) dándole la espalda. Pero mi sonrisa, que el no podía ver realmente, lo ofendía como una burla contante y sonante.
-¡Uh, te tiene de hijo! -decía algún buey corneta, cuando el quite se repetía un par de veces.
No hacía falta más. Se me tiraba encima, y la pelea empezaba con todo. Si me agarraba desprevenido me dominaba, se ponía encima mío y me daba para que tenga, guarde y reparta. En los primeros años casi nunca le gané una pelea.
Un día hirió una torcaza con una honda. Tengo el recuerdo tan claro como si hubiera ocurrido ayer. El pájaro cayó desde una línea de tendido eléctrico, pesadamente. Corrí y casi llegué con él. Se lo quité de las manos. Jamás había tenido un ave en mis manos. El, con piadosa crueldad, intentó retorcerle la cabeza porque "no ves que le duele".
La llevé a casa, al garage. La paloma parecía un globo que se inflaba y se desinflaba sesenta veces por minuto, de tan agitada. Recordé que alguien me había dicho que esos bichos respiraban por el culo. Levanté la cola y soplé para ayudarla. Respiraba cada vez con más dificultad, y tal como si fuera un juguete que se queda sin cuerda, se detuvo entre estertores.
Estaba asustado. Sin ser un bichero, comprendí que esa muerte era algo sacrílego. Y dispuesto a compensar parte de esa profanación a la vida, cumplí con un mandato que intuía necesario.

Fui al cuadradito de tierra, el mismo que usábamos para jugar a las bolitas y al "opi". Escarbé la tierra con los dedos, un rato largo. Era una tierra dura y apisonada por las generaciones de Flechas y Fulvences que habían pasado antes bajo aquellos árboles. Hacer ese pozo me llevó un buen rato. Había olor a primavera en el aire lleno de casuarinas y un dejo a agua de lluvia en los últimos charcos de la calle de tierra, cerca del alambrado con enredaderas que separaba la casa del viejo loco -que no nos devolvía las pelotas- del resto del barrio.
Trabajé concentrado, enojado y terminé casi al borde de las lágrimas. Amontoné despacio una parva de agujetas de pino, algunos coquitos, una piedra pulida de color verde con estrías amarillas (tal vez era un resto de botella de vidrio. Quién sabe). Al fondo de todo, unas flores que crecían a la sombra de la enredadera, a modo de ofrenda.
El nido estaba listo, pero no me decidía a depositar al ave muerta, esperando un error o un milagro. Qué pelotudo es este Ricardo, pensaba con lágrimas de furia en los ojos. Al menos la cabeza no estaba rota, como la de la rata que habían aplastado contra la pared de un palazo la semana anterior. En realidad, parecía que estaba dormida, si no fuera por el cuello fláccido, torcido en un ángulo extraño y con un hilo oscuro de algo que colgaba del pico.
Sellé con tierra la tumba, la aplasté con mis propias Flechas, me limpié las manos en la ropa y volví a casa, bajo un sol absurdo y en medio de las risas burlonas del resto de los atorrantes. No me importaba. Ricardo me miraba sonriente.
"Ahí va el que habla solo" decían sus esbirros, que sin embargo nunca se habían animado a enfrentarme en una pelea a puño limpio por el derecho de uso al parche de cemento donde se jugaba mejor a las figus. Dependían de Ricardo para eso.
Yo, que hablaba solo y miraba las estrellas panza arriba bajo el cielo helado de invierno, el de anteojos y dientes torcidos; pensé mientras entraba a casa en el pajarito enterrado bajo las casuarinas, en los miles de zapatillas deshilachadas por venir pisando la tumba anónima. Y me indigné.
Saludé rápido a mi vieja, que me vió entrar y salir con asombro. En vez de irme al dormitorio a leer salí a la vereda enfurecido, dispuesto a hacer justicia.
Iba a increpar a Ricardo, a preguntarle que porqué, qué quién se creía. Caminé hacia él con tanta vehemencia que se asustó. Creo que vio algo en mis ojos, cosas que verían otras personas en situaciones similares a lo largo de mi vida.
En vez de encocorarse, se achicó. Llegué cerca de él y le atiné tal puñetazo en la cara, que se le llenaron los ojos de lágrimas enseguida. Intentó fugarse y lo agarré del cuello, mientras le pegaba. Los dos llorábamos. Al final, corrió a refugiarse a su casa.
La madre vino a quejarse con la mía. Me retó -siempre que volvía a casa después de una pelea lo hacía- y dijo "ya vas a ver cuando venga tu padre".
Mi viejo se reía, se sentía feliz. El nene había sacudido al malandra del barrio.
El nene, leyendo en su habitación, era muy infeliz.

martes

El fracaso de la pasión.

Mientras terminaba su oficio vespertino, el Padre Guillermo notó ciertas miradas duras y ceños fruncidos en los pocos fieles presentes. Normalmente le resultaban afables o indiferentes.
Eran tan pocos que mientras repartía la eucaristía la fila no completaba la docena de personas.
Pensó, sin perder el hilo de la misa, en cómo se corren los rumores. Nadie le puede dejar de creer a un rumor.
Su mirada recorría la nave de la iglesia con rostro hierático, sin demostrar nada ni detenerse en nadie, pero totalmente consciente de la expresión parca de cada uno de los feligreses. Estas técnicas no escritas se aprendían en el seminario, cuando bajo la severa tutela de los diversos guías espirituales se aprendían los secretos de la misa bien cantada. Se aprehendían también el tono monocorde y la súbita subida de entonación cuando se hacía advocación solemne a alguna de las personas de la Santísima Trinidad, o a la misma Virgen (la favorita de siempre de los sacerdotes que tenían problemas con la opresiva mirada asexuada del Señor).
En el seminario, un novicio podía pasar por varias etapas con respecto al sexo. Algunos jamás tenían problemas con sublimar su pasión en ardor religioso. Pero otros sufrían fiebres orgiásticas severas, fuera y dentro del claustro. Se contaban historias de todo tipo.
A medida que los años pasaban, las sucesivas confesiones y los consejos iban cercando las pulsiones y las encaminaban hacia el rezo y la penitencia. Y a algún otro interno, generalmente más avanzado en estas cuestiones.
Así, los diáconos pasaban horas y horas rezando a dúo, con sufridas miradas a los ojos, intentando acallar con esa letanía los tormentos de la carne. A veces tan fuertes, que una sola caricia mandaba al traste semanas de salmodiar al unísono.
Con el tiempo, el mayor terminaba ordenado y se marchaba lejos. La tristeza y las promesas de amor eterno, terminaban por cerrar un circulo de manera imperfecta, apenas mantenido por el recuerdo y los rezos.
El Padre Guillermo tuvo su tímida etapa de ensoñación: sonrisas mutuas, charlas inquietas, llenas de silencios y tartamudeos, con un novicio de ojos muy tristes que sólo se iluminaban en éxtasis cuando oraba a la Señora del Milagro. Era bello de tan triste. Un día se marchó, sin acabar de ordenarse, detrás de una beca en Roma.
Luego le dijeron que la "extracción" la produjo cierto obispo adjutor que viajaba con frecuencia al Vaticano y que no podía tolerar la ausencia de esa tristeza en los delicados salones de los palazzos.
Este obispo tuvo la gentileza de hacerlo objeto al joven Guillermo, por primera vez, del sutil arte que la maquinaria jerárquica tiene para sus oscuros manejos: su ordenación fue sobre ruedas, casi sin un tropiezo, aunque nunca más recibió una muestra de admiración o respeto por alguna de sus faenas.
Con la ordenación cerca, prefirió pretender que olvidaba aquellos ojos melancólicos. La inoportuna designación en aquella capilla del norte del país no lo desanimó, a pesar de que también le dijeron que fue el castigo final por pretender lo prohibido.
Hacía ya veintiocho años de aquella tarde en que llegó a estas mismas paredes, a confesar y comulgar a tres generaciones de ovejas.
¿Cómo, tantos años después, iba a encontrar esos mismos ojos, la misma alma atormentada, la misma sensación de desprotección en otra persona, aún más joven y con la misma devoción por la Señora de los Milagros? Era aquello una afrenta a su pretendido olvido.
Noches enteras rezó y pasó en vela, alternativamente, ignorando e imaginando esos ojos. Luego fue tarde. En su cabeza estaba tomando forma una idea asquerosa, repulsiva.
El alborozo del padre cuando se cruzaba con el muchacho en la casa parroquial era evidente. Creyendo evitarlo, lo hizo su monaguillo preferido, el que tocaba las campanillas en la consagración, y al que tenía siempre cubierto por su visión periférica. Detenía con un reto severo las peleas que provocaba esa distinción con los aspirantes a sacristanes. Acompañaba él mismo a su preferido hasta el pie de la torre de la campana, y poniendo la cuerda del badajo entre sus manos, le enseñaba con palabras lentas y sonrientes algo tan complicado como repicar la campana, mientras se perdía en la tristeza de sus ojos.
Pero el rumor fue de boca en boca. Primero, entre los propios catecúmenos. Luego, entre sus catequistas, las más avispadas. Hasta que por fin llegó a la biblioteca parroquial y de ahí al pueblito.
La idea volvió a su atribulada mente, y como desde el mismo día que la pensó, crecía en tamaño y en el asco que le provocaba. Sentía una profunda decepción por sí mismo. Pero no podía evitar la idea espantosa. Y ahora era tarde

Dio la paz a los taciturnos fieles y terminó la misa con algo de insulsa e indiferente prisa.
La sacristía estaba a oscuras cuando se quitó las ropas ceremoniales, que guardó en un roperito blanco sin demasiado cuidado.
A la noche vendrían los padres de la escuela, a confrontarlo.
Preparó todo. Que estuviera todo perfecto.
Llamó al muchacho a la sacristía aún oscurecida por la nochecita reciente. Sintió la puerta que daba a la casa parroquial abriéndose. Se estremeció. Una ráfaga cruzó por su espina dorsal. Tenía una erección mórbida.
Los ojos lo miraron, incrédulos. Tristes.
Se puso el cañon de la escopeta en la boca y se disparó con esa última imagen, con esos ojos en la retina, rumbo al Infierno de los suicidas.

domingo

Maestros: Robert L. Stevenson

Lo que realmente define a un hombre son sus metas, y no sus logros. Leer lo que escribo no dice tanto de mí (tal vez, de mi impericia) como sí quizá lo haga ver a qué le apunto.

En esta serie, que llamaré Maestros, voy a honrar a quienes admiro. Si, no hay grandes sorpresas: gente que escribe bien y se lee mejor.

Robert L. Stevenson

Apología del Ocio

BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.

JOHNSON: Esa sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no nos aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros.

EN ESOS tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profe­sión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehusan entrar en las profe­siones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio, y según la enfática expresión americana, "va por ellos". Mientras éste avanza trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del ca­mino, con un pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran superficial­mente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para menospreciar a quienes no las tienen.

Pero aunque esta es una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que hay mucho que argu­mentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Monte- negro, no quiere decir que nunca haya estado en Richmond.

Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en banca­rrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: "Joven, aplíquese diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los libros es una tarea bastante penosa". El viejo caballero parece no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse impo­sibles cuando el hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar.

Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación -la calle- que fue la. escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabun­dear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente conversación:

-Vamos muchacho, ¿qué haces aquí?

-A decir verdad, señor, paso el rato.

¿No es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?

-¡Si usted me lo permite, así también aprendo!

-Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?

-No, ciertamente.

-¿Metafísica?

-Tampoco.

-¿Alguna lengua?

-No, ninguna.

-¿Comercio?

-No, comercio tampoco.

-¿Qué cosa, pues?

-En efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dóndeestán los peores abismos y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o Contento.

Aquí el señor Mundanal Prudencio no pudo conte­ner su enojo y blandiendo su bastón de modo amena­zador, se expresó de este modo: -¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!- Y siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.

Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, no es consi­derado un hecho, sino meras habladurías, si no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en una dirección reco­nocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para nosotros. Se su­pone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cáli­dos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el Arte de Vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cuali­dades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las pueriles satis­facciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su vozno se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se indentificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las llama el Belvedere del Sentido Común. Desde allí contem­plará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y la Aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercán­dose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través de las ventanas del Belve­dere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del Diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino.

El celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y es­trechado las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda diversión, y ningún pensa­miento qué frotar con otro mientras esperan el tren. Antes de "echarse los pantalones largos", hubieran trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se hallatieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más mínimo.

Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e inclusive la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el Teatro de la Vida son representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en general como perío­dos de ocio; pues en dicho Teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado para con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente, el más grande benefactor. Sé que hay personas que no pue­den sentirse agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mezquin­dad. Un hombre nos envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pen­samos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? Seríamos más considerados con nuestro correspon­sal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hace­mos por placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices sembramos anóni­mamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, contal aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: "ya ves lo que sucede con sólo parecer contento". Si antes había parecido contento, ahora seguramente debía parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, práctica­mente, el gran teorema de lo Vivible que es la Vida. Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácil­mente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del Corpus Moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compa­ñía, como un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferi­rían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso.

¿Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegó­rica, son asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella respon­dió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es tan "descui­dada de la vida individual", ¿por qué habríamos de imaginar que la nuestra tiene excepcional importan­cia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido gol­peado en la cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni preciosas en sí mismas. i Ay! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente indispensa­bles. Atlas fue solamente un individuo con una pro­longada pesadilla; y, con todo, es fácil ver comercian­tes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta que su tempe­ramento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez-de construir pirámides, construyeran alfileres; y mu­chachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.


Gracias!

lunes

El retorno de los tartamudos.

"Las siete de la tarde y esta reunión se alarga como el rosario de un tartamudo".
Esa frase se instaló -en otro nuevo segundo de descuido- rebalsando la vacuidad craneal que le producía la fatiga y el aburrimiento. Un estricto sentido de la caridad humana le impedía reírse sin culpa de los tartamudos, y le decía con tonito santurrón que tampoco ese era momento de reírse de nada.
Si alguien en la sala de reuniones atribuyó la ligera chispa que cruzó por sus ojos a pensamientos divergentes, no lo dijo. Igual se ruborizó como si lo hubiesen retado. Y se odió por eso.
La cuestión era seria: veinte trabajadores perderían sus empleos en el corto plazo si el equipo del que formaba parte no pergeñaba una estrategia salvadora. Y esa estrategia no era otra que hacer dinero para justificar sus haberes.
El autor de estos pensamientos y rubores era una especie de ball-boy ideológico que debía recuperar los pelotazos que caían más lejos ("demonios ¿qué quieren que haga con estas ideas estrafalarias?"). Golpes dados por ejecutivos un jueves por la tarde, más preocupados por acabarse el balde de pelotas que por jugar un buen punto.
No podía juntar en la cabeza suficientes cifras (toneladas, metros cúbicos, o cualquier cosa mensurable y convertible en dinero) como para evitar desvariar y ruborizarse intermitentemente.
Al final, las soluciones propuestas se complicaban tanto que todos se desconfiaban como jugadores mentirosos en una mesa de póquer. Más que soluciones, parecían remiendos cada vez más torpes de los inevitables despidos. Su función de buscar pelotazos no tenía sentido, porque apuntaban a la Luna.
Todos querían convencerse de que no había solución e irse a casa con la conciencia tranquila. Esa era la verdad. Les pagaban buenos sueldos para preocuparse por esos problemas pero no tanto como para hacer milagros. Irse pasada las siete daba cierta sensación de deber cumplido.
"Está bien. Hicimos lo que pudimos. Nora, por favor, tenga la lista para mañana temprano".
El jefe está satisfecho del esfuerzo pero delega la cuestión odiosa del matadero en una simple empleada de 9 a 5 de Recursos Humanos, aunque todos sabemos que Nora tiene un marido casi nuevo, una bebé de un año, y que se quedó hasta tan tarde sin esperanza de horas extras que la justifiquen en casa.
Una primera mirada a su compañera no le dice demasiado: gesto profesional, postura correcta. Pero un imperceptible delay en las respuestas y en los movimientos delatan su debate interno.
"Se está imaginando la bonita escena conyugal que le espera en una hora; cuando llegue a casa, cansada, y su peor es nada le reproche su inútil carrera laboral usando de ejemplo el llanto inconsolable de la bebé, que no para de hipar por su dermatitis."
Viéndola así, se la notaba más contrita y fastidiosa. ¿Se le notaba, o estaba poniéndole su propia máscara perceptiva? Su sentido de la observación -que no conectaba con Nora con la misma la caridad que lo hacía con los tartamudos-, siguió disecándola sin piedad:
"Entre el cansancio y la frustración que tiene, la lista va a ser una carnicería. Como siempre, nos vengamos con los que no pueden defenderse."
Veinte empleos. Sin eufemismos: veinte vidas puestas a dura prueba, dependiendo del mal humor de una recién casada que piensa en su esposo y su bebé. La ley del gallinero.
"Ahora Nora calculará las liquidaciones finales, y pondrá en la lista los veinte más baratos, sin preguntarle a nadie, porque es una regla no escrita. En fin. Este laburo es una mierda".
Se preguntaba a menudo -más seguido últimamente-, cómo demonios terminó ahí. De aspirante a astrónomo a testigo casi mudo en reuniones corporativas en las que se juegan millones, y detrás de esos millones, vidas enteras.
"Y pensar que mi viejo era sindicalista..."
Se encogió de hombros, pasó al lado de Nora sin saludarla y salió a la calle. Odiaba todo eso. Incluso irse sin saludar.
En la calle fue peor. A esa hora, la pequeña ciudad norteña era un infierno, ardiendo al rescoldo de un sol rojo histérico que porfiaba su inclemencia hasta el último minuto del ocaso.
Se sabe que el calor sin el complemento del agua vuelve a las personas desconocidas más detestables, si fuera posible sumar la detestabilidad que provoca con uno mismo ese calor de horno.
Extrañaba estar aburrido, pero con aire acondicionado. Caminó deprisa, rebelándose contra la parsimonia de los otros peatones, achicando los metros entre él y la ducha.
Llegó, por fin, al departamento. Cerró la puerta y llevó a cabo el mismo ritual de siempre: sacarse la ropa con desesperación. Secreto placer de los que viven solos.
Entró al baño y se sumergió en la lluvia artificial, reconciliadora.
Una necesidad imperiosa se le impuso en cuanto el calor lo liberó un poco de su tormento.
Salió del agua demasiado pronto, apenas fresco, todavía mojado, con la toalla apenas en la cintura y los ojos inyectados.
Se sentó desnudo frente a la pantalla de la computadora. Abrió el editor de textos y escribió con una semisonrisa:
"Las siete de la tarde y esta reunión se alarga como el rosario de un tartamudo...".
Una chispa se adueño de sus ojos.
Siguió ahí por un buen rato.





domingo

Leña del árbol caído.

Un día me desperté en una cama de hospital. Débil, pero indudablemente vivo. Venía a los tumbos, cayendo como un árbol gigante que lo hace lenta pero inevitablemente después de ser talado.
Ser un árbol grande y fuerte provoca cierta malicia. La tentación de tumbarlo es grande. Se lo puede acusar de que sus raíces profundas y su copa frondosa limitan el crecimiento de los demás pobres arbolitos. Y hay mucha gente que prefiere los bosques uniformes, porque ellos mismos son arbolitos enclenques.
Y están los que se ensañan con lo que creen indestructible. Y no lo es.
Mis leñadores eran gente buena y llena de sentimientos. Me regalaron una epifanía.
Hay muchas formas de tener revelaciones. Se las puede tener por discusiones, descubrimientos repentinos, introspecciones, desengaños.
Todo eso en una cama de hospital, después de haberte desangrado en una habitación de un hotel de mala muerte por clavarte un filo en la muñeca, ése fue el regalo.
¿Porqué morirse? En mi caso, porque no sabía como hacer para apagar mi cabeza.
Agotarse de pensar, para un palurdo como yo que tiene que descubrir la pólvora cada vez que la necesita, es la condena de Prometeo.
Aún no sé apagar el cerebro por mí mismo. Pero en algún lugar de este mundo, hay quien tiene esa facultad. Lo sé.