domingo

Juanes

Hola, soy Juan. Bueno, no Juan-Juan, el que ustedes pudieron conocer. Soy un Juan-Alterno. Soy el Juan que nació normal, sin taras de nacimiento. Adquirí algunas al crecer, pero no estoy aquí para hablar de eso.
Juan, el de ustedes, es un lindo chico. Bueno, mejor dicho: yo lo soy, y a veces olvido que si bien somos el mismo pero en dos líneas temporales paralelas -y cada uno tan Juan como lo es-, no somos iguales. Él pudo ser lindo pero le tocó su realidad, por desgracia. Su madre (que es como la mía, se llama como ella, pero tiene a este Juan -me resisto a decir defectuoso-) tomó algunas drogas en la gestación que deformaron el feto y le provocaron las taras de las que hablé y que no tengo. La mía cuidó mucho qué ingería y siempre me decía que era hermoso como un sol.
Perdón, estoy aquí por Juan, el otro.

No quiero que se dejen llevar por la impresión, no. No soy alguien que viene a sentirse mejor viendo que otro está peor, o a presumir de algo. Vengo porque tengo que dar testimonio de Juan. Él no puede, por ejemplo, porque es ciego -o casi, tiene nociones de claroscuros y siluetas muy difusas-, pero no sabe leer ni escribir, ni Braille ni nada.
Somos muchos Juan, no sé cuántos. A mi me tocó reportar el Juan de ustedes, y estoy contento. Tengo la facilidad de saber todo sobre él, porque inexplicablemente puedo evocar cada uno de sus recuerdos como si los hubiese vivido yo mismo. O sea, cargo con los recuerdos de los dos, e intuyo que él puede recordar cuando me caí de la bicicleta, o cuando dí mi primer beso. Es confuso, pero es así.
Juan, al nacer, ya se sabía que sería diferente. Si bien la ceguera se descubrió algo después, su labio leporino fue evidente en cuanto lo limpiaron del líquido amniótico materno. Estimo que su madre (que como dije, en realidad es como la mía, tan parecida -y distinta- a ella como Juan y yo) lo rechazó a primera vista. Mi madre me ama, sobre todas las cosas, porque soy bello y perfecto. Me refiero a cuando bebé, específicamente. Los padres de uno tienen un secreto orgullo cuando hacen hijos hermosos. La pobre mamá de Juan no estaba preparada para su fealdad, como no lo hubiese estado la mía.
Pero se sobrepuso pronto. Nuestras madres son abnegadas, aparte de orgullosas, y nos criaron con una mezcla distinta de amor, fastidio, orgullo, abnegación y tragedia. Diferentes proporciones, creo: Juan tuvo mucho más amor y abnegación en comparación conmigo, que fuí amado más cuando más perfecto, hermoso y digno de mi madre me mostraba. En fin. Desvarío.
A veces pienso qué habría pasado si la vida le hubiese cambiado los niños, y tuviera mi madre que cargar con la fealdad de Juan. La de Juan se merecía un niño como yo, hablando con sinceridad. Pero bueno, Juan pensaría distinto, tal vez. Sí, piensa distinto, lo sé.
Volviendo, puedo decir que entre tanta desgracia él no es infeliz. Es bastante feliz, en realidad. Disfruta casi todo lo que vivencia. Es muy poco en comparación con mis experiencias. He visto el mar, me trepé a los acantilados que quise y cabalgué cada tarde de primavera que pude en mi adolescencia.
No, claro que no puedo afirmar qué pensaría él si experimentara otras cosas que le estuvieron vedadas, como las chicas, o los deportes, o simplemente, ver el mundo. Creo que no mucho, porque yo, siendo tan parecido, no he encontrado realmente mucho placer en ello. Siempre creí que me he perdido de mucho, que hay cosas más interesantes que el mundo inexplicablemente me niega a veces con mezquindad.
Qué raro. A veces pienso que envidio a Juan. No, claro, no el labio leporino, la ceguera y sus débiles músculos. Si yo, como dije, hacía deportes, era ágil y fuerte. Pero desde que lo conozco, desde que supe que él era yo mismo en otro continuo temporal, estoy inquieto. No sé. Tenemos casi la misma madre, el mismo padre ausente, las mismas abuelas (sin embargo, la que decía de mí que era un “mocoso maleducado”, decía de Juan que era su “tesoro”).
Por ejemplo, mi madre se negaba a darme una segunda porción de helado, cuando niño. ¡Cómo me gustaba el helado! No le costaba nada, había de sobra en el congelador. Pero no, claro. La madre de Juan le dio todo el helado que quería, siempre. A veces hasta lo miraba comer con mudas lágrimas en los ojos, mientras el pobre inocente sonreía, relamiéndose, ignorándolo todo.
La vida es injusta, si señor. A Juan le tocó la mejor mamá, la mejor abuela, todo el helado que quiera, ser tan feliz como yo infeliz. A veces pienso que quiero ser Juan. Es confuso.

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