domingo

Fácil

Cuando decidí contar la historia de Mabel y Alberto me imaginé las posibles caras de desprecio de mis amigos snobs, si se las leía alguna vez. Son mis amigos, seguro, pero qué distintos somos a veces. Me gusta fastidiarlos -levemente- así que ahí va la historia:

Mabel es una mujer menuda, con ese castaño claro que nunca es rubio y unos ojos marrones bastante comunes. Fue muy delgada de joven, pero desde hace unos años ha ido acumulando peso y se le ha deformado un poco el tipo, quizá por los embarazos, pues es bastante sobria para comer. Tiene treinta y nueve años y dos hijos. No deslumbró nunca a nadie, pero tampoco es fea. Suele irle en contra el eterno “de entrecasa” de su ropa, que es demasiado grande arriba de la cintura o demasiado apretado por debajo.
Los niños son la luz de sus ojos: Lucas, de nueve, un bandido tierno y gracioso, apenas desobediente, que se la pasa leyendo historias de piratas. Marcia, la nena, tiene once y ya es soñadora y gentil. No son complicados, han vivido sin padre -desde su muerte- casi toda su corta vida y aceptan a mamá Mabel como la autoridad sin discusión.
Mabel trabaja de ordenanza en el Registro Civil. No gana demasiado, suele tener dificultades, pero a fuerza de relegarse como motivo de gastos ha dado a sus niños una vida bastante neutral, sin lujos pero sin penurias.

Las chicas del trabajo no le creyeron cuando dijo, entre tímida y divertida, que desde la muerte de Luciano no había tenido relaciones con nadie. Ni siquiera había salido con alguien. Empezaron a nombrarle candidatos de ahí, del Registro. No, ni loca, decía.
Alicia siempre le hablaba del tío de Edgardo, su hijo. Hermano del marido, trabajador, callado y servicial. Se llamaba Alberto, y era buen partido, le dijo.
Las compañeras de más confianza le han dicho que con pilates y algo de arreglo, quedaría bonita y cualquier tipo le echaría el ojo. Claro, quién tiene para pilates y para arreglarse. Al menos, quién quiere un tipo. Suele ser un tema recursivo en los pasillos, sobre todo desde que Alicia insistió con querer presentarle a Alberto.

Alberto es bajito, rechoncho sin ser gordo. Fuerte aún, pues fue deportista, aunque ahora sólo le queda el fútbol con los amigos, algún día cada tantos fines de semana. Es bastante coqueto, pero no se nota mucho. Va a la peluquería una vez por mes, lustra sus mocasines con esmero y le gusta que sus zapatillas blancas estén impecables. Tiene el pelo canoso, pero que lo lleve muy corto y prolijo le da un aspecto juvenil. Nació hace 48 años, es ferretero desde hace tres y también viudo. No tiene hijos, pero mima a su único sobrino como si lo fuera.
Es bastante callado, casi tímido. Aún con sus amigos, nunca se le escapa una palabra que sobre. Pero es alegre y siempre estuvo rodeado de gente que lo estima mucho. Pese a su timidez, de joven -quizá por su gran resistencia física y cierta gracia natural- fue excelente bailarín. Era su fuerte, en realidad, con las mujeres. No es que fuera un semental, ni que se buscase problemas. Pero hasta las novias de sus amigos querían bailar con él Donna Summer o Boney M. Ni hablar cuando bailaba la secuencia completa de Fiebre del sábado por la noche. Siempre le dijeron que bailaba mejor de Travolta. Él se reía, pero nunca se preocupaba por negarlo.
Así conoció a Raquel, su futura mujer. Primero bailaron en los asaltos que organizaban amigos en común, y después salieron solos. Se pusieron de novios la noche que Earth, Wind and Fire vino al país, todo un acontecimiento.
Estaban felices, plenos. September resonaba aún en sus oídos y en sus corazones cuando se besaron. En dos meses, compromiso. En un año, casamiento.
Raquel era un poco más alta que él, apenas. Se encorvaba, cuando veía que, en la calle sobre todo, se estiraba como un muñeco al que lo sostuvieran por la cabeza. Por eso creyó, al principio, que el dolor cervical venía por mantener esa posición cuando estaba con Alberto y no dijo nada, ni al médico. Alberto a veces le decía que andaba como caminando apurada, como si quisiera llegar más rápido. Y se reían.
Cuando los dolores se hicieron insoportables, se descubrió la verdad: tenía cáncer en los huesos.
Después de los tratamientos y hospitalizaciones, Raquel vio por fin que sus intentos por aferrarse a la vida se traducían en una mayor desesperación de su marido, que ya había vendido los dos autos, hipotecado la casa y pedido prestado a cuanto amigo o familiar de confianza se había puesto a tiro. Decidió morir de una vez. Era inevitable, y habló con Alberto. Lloraron mucho, pero logró convencerlo de que era mejor vivir bien el poco tiempo que le quedaba que morir en cuotas. Ella dejó de quejarse por los dolores. Sonreía, a veces con los ojos vidriosos. Él, secretamente, siguió pidiendo dinero: a los bancos, a prestamistas. No le dijo a Raquel. Igual, no consiguió demasiado.
Después de un aborto a los seis meses -un intento por desmentir la enfermedad, que las fuertes drogas les negaron-, y un año y seis meses de franco desmejoramiento, expiraba Raquel con una sonrisa, con una mano en las de Alberto, a quien el gigantesco nudo en la garganta apenas le permitió humedecer los ojos. Fue tan fuerte la negación durante el desenlace quedó casi mudo por dos meses. Tenía una voz bajita, apenas audible. A la tercer o cuarta palabra se le humedecían de nuevo los ojos. Y se quedaba imposibilitado de hablar varias horas, los ojos grandes, parpadeantes.
Trabajando y estrechando gastos, consiguió devolver la mayor parte del dinero prestado. Después, se acostumbró a ser frugal y ahorró algo de dinero. Al final, pudo abrir una ferretería, un poco lejos de su casa, pero el lugar le pareció bueno.
Al principio costó, porque no tenía ninguna idea sobre el oficio de ferretero. Era perito mercantil, ignorante de todo lo que tenía que ver con el rubro. Cosechó un montón de anécdotas divertidas que no cuenta porque su timidez le gana casi siempre. Una vez le vinieron a pedir “clavos estriados de una pulgada y media”. Cómo no sabía de qué le hablaban, llamó al proveedor y le pidió doce cajas. Cuando las bajaron del camioncito repartidor se dio cuenta de que tenía de esos clavos malditos a patadas. Y que casi no se vendían ya, porque solían usarse en el campo, y la ferretería estaba en pleno Caballito. Ahí están las cajas de clavos, entre las mangueras de jardín -encontró que podía recomendarlos a los que tenían jardín, la alternativa ciudadana al campo- y los azadones en miniatura para señoras hacendosas. Son “un clavo” esos clavos. Si Raquel viviera, le diría así y se reirían los dos.

Mabel no acusó recibo del ofrecimiento de Alicia. Pero ella operó en secreto. La invitó al cumpleaños de Edgardo. Con los chicos; sí, no importaba. Domingo al mediodía, en familia.
Mabel se dio cuenta de que no tenía nada que ponerse, nada que no tuviera un par largo de años de uso intensivo. Y lo que conservaba en el ropero, la ropa que solía usar cuando salían con Luciano, parecía tan pequeña que quizá pudiera usarla Marcia.
Estuvo a punto de excusarse, pero una vecina, la “abue” -como le dicen los chicos a Luisina, la señora que vive contigua a la casita de Mabel-, acudió en su auxilio. Los atorrantes le contaron que mamá no los iba a llevar a una fiesta porque “no tenía qué ponerse”, y la gentil señora ofreció su ayuda.

No era la primera vez. Cuando intuyó que la pequeña familia la estaba pasando mal, ofreció a Mabel trabajo limpiando su casa. Mabel es orgullosa pero entendía la bondad de la señora y aceptó. Cuando la nombraron en el Registro Civil quedaron amigas. La “abue”, como gustaba que la llamaran, siempre estaba contenta por ayudarlos, pero Mabel no le daba demasiadas oportunidades. Luisina -viuda también- tiene una sola hija casi de la edad de Mabel, que vive en Estados Unidos. Con la ropa de esa hija, que conserva con devoción, ofreció a la mamá de Marcia y Lucas una solución.
Así fue que Mabel apareció en casa de Alicia, el domingo del cumpleaños de Edgardito. Vestida con ropa ajena, incómoda, pero contenta con poder cumplir. Los chicos, impecables, sonreían y se comportaban.
Entregaron el pequeño regalo -unas medias- y Mabel preguntó si podía ayudar en algo.
Alicia le dijo que no, que no hacía falta, pero si quería que estuviera atenta para cuando llegara Alberto en la camioneta, que traía unas sillas. Le aclaró entre visteos que ese Alberto era aquél del que habían hablado. Los chicos se miraron. Se puso nerviosa.

La verdad, Mabel había tenido un viejo galán que retornó con insistencia cuando falleció Luciano. Pero ni ella ni los chicos lo recibieron bien. En realidad, era casi amigo de la familia, y de repente se aparecía con flores -con lo que odiaba Mabel las flores después del velatorio- o alguna cosa dulce “para los nenes”. Hasta que un día Marcia -demostrando cuánto de cierto hay en eso de la “intuición femenina”, aún en una niña- le dijo a su mamá que odiaba a Pedro porque les había dado plata y les había pedido que fueran a comprarse golosinas y “que se demoraran”. No se habló más. Nunca más se lo admitió en la casa.
Alberto llegó con la Ford roja cargada de sillas de plástico. Se había demorado un poco -y estaba bastante ceñudo- porque había visto cómo un estúpido atropellaba a un cachorrito por pura maldad. Cargó al perro en la caja de la camioneta y lo tenía ahí, al lado de las sillas. Estaba más preocupado por eso que por descargarlas o por Mabel.
Llamaron por teléfono a varios veterinarios, hasta que uno aceptó atender al can. Parecía que para los veterinarios no había estúpidos capaces de atropellar perros en domingo.
Los chicos sintieron pena por el animal, que les movía la cola, apenas, cuando los veía asomarse por los bordes de la caja de la camioneta. Estaban serios e impresionados. La muerte se había llevado a su papá en un accidente de tránsito, y estaban casi tan callados como Alberto.
Mabel supervisaba su comportamiento con ojo avizor, pero no se dio cuenta de la relación que habían hecho entre el perrito y su papá. Ella también tenía en qué pensar.
Entablillaron al cachorro, que gimió de dolor mientras lo manipulaban, y lo pusieron en una cama improvisada con algunos trapos viejos, dentro de una casilla de gas en desuso. La casa estaba llena de chicos, pero sólo a los nenes de Mabel les importó el cachorro y se quedaron haciéndole compañía, con secreta esperanza.
En cuanto recibió la palabra tranquilizadora del veterinario -que partió raudo a otra emergencia porque un veterinario que ama a los animales los domingos también tiene mucho trabajo-, Alberto volvió a ser el gentil tío de Edgardo. Le había regalado una Play Station al sobrino -lo que explicaba un poco la ausencia de críos alrededor del perro-, y casi todos, excepto los de Mabel, estaban en el living maravillados con los juegos.
La verdad es que Alberto, a los ojos de Marcia y Lucas, era un héroe.
Se sentaron a comer en los mesones dispuestos en la amplia galería de la casa materna de Alberto y Julio, el papá de Edgardo. Mabel se sentó respetuosamente lejos del grupo familiar directo, casi en la punta opuesta de la mesa. No conocía a nadie de las personas que la rodeaban, pero su simpatía natural pronto la integró al grupo. Cada tanto miraba con ceño fruncido la mesa de los niños, donde los suyos comían pendientes de ella, portándose bien.
Pensó en Luciano, y en lo orgulloso que estaría de ellos. Separó su plato, como diciendo basta, e incluyó a Alberto en sus miradas furtivas. Cada tanto se le desaparecía del campo periférico, pues estaba sirviendo la mesa como si fuera el anfitrión. Eso le gustó.
Pasó por detrás de ella, con una bandeja de mollejas, y al ver el plato de ella, retirado y con los cubiertos cruzados, le insistió en que probara una, que estaban muy bien asadas y era una lástima perdérselas. Ella dio las gracias y acercó el plato otra vez, dejando lugar para las crepitantes achuras.
No hablaron más hasta el fin de la tarde. Cuando el cumpleañero hubo soplado las diez velitas, se repartió la torta y sirvieron sidra y café, la gente empezó a retirarse con el típico ritual, dando excusas con el tráfico de los domingos o lo mal que andaban los trenes. Mabel no quiso ser la primera, pero cuando quedaba la mitad de los invitados, le avisó a Alicia que se iba. Ésta le dijo que esperara un momento, que ya la acercaban. Se puso incómoda, protestó. Alicia insistió, haciendo gestos extraños y muy vehementes con la cara. Que no, que ya había algo previsto.
Le pidió que esperara en el living, mientras se hacían los arreglos. Marcia miraba con interés deferente al cumpleañero, que jugaba aún con algo de torpeza con la nueva consola, rodeado de primos y vecinitos. Lucas estaba indiferente, sus atenciones estaban con Sandokán, el Corsario Negro, el Sanguinario Olonés y Morgan.
Alberto apareció por fin. Les señaló la salida con un gesto mudo, y una vez en la vereda se acercó a la puerta de la camioneta, del lado del acompañante y haciendo un pase complicado, la abrió. Pidió a los niños que subieran primero, con una sonrisa apenas disimulada. Mabel subió después, dando las gracias. Cerró la puerta con un golpe seco y rodeó la trompa de la Ford para sentarse del lado del conductor. Les preguntó si estaban cómodos, a lo que todos contestaron con un asentimiento de cabeza y una subvocalización afirmativa: "¡Mhm!".

Salieron despacio hacia la avenida, luego cruzaron por debajo de la autopista y se subieron a ésta por la rampa opuesta, hacia Haedo. Alberto les preguntó a los chicos sobre el cachorro, si creían que estaría bien ahí, o era mejor entrarlo por las noches, para que no tenga frío o se moje con una lluvia nocturna imprevista. Los chicos opinaron que, salvo que hiciera mucho frío, ahí estaba bien. Mabel miraba por la ventanilla, con una mano en la boca y dando la impresión de estar distraída, pero pendiente de todo. Alberto les explicó que una vez el perrito estuviera bien, le iba a buscar casa, porque no había quien lo cuidara durante el día. Por el momento, vendría al mediodía para darle de comer y hacerle unas caricias, pero que no podía siempre.
Lucas miró a su mamá, con el gesto universal de súplica, aunque medido. Mabel, seria, estudió la situación y dijo que no había problema, si alguien se lo acercaba, en su casa estaba haciendo falta un perrito.
Los chicos sonrieron cuando Alberto se ofreció a llevárselos, ya que pronto conocería dónde vivían. La camioneta iba lenta, por el carril de la derecha, como demorándose. Sin embargo, llegaron más rápido de lo que todos quisieron.
Mabel y Alberto se despidieron brevemente. Antes de que éste se bajara a abrirle la puerta, quedaron en que les avisaba por Alicia cuándo les llevaría el cachorro.

Tres semanas más tarde, Alberto les trajo el perro, que ya no era una flaco canijo, sino un perrito alegre que movía la cola por cualquier cosa. Tenía un hermoso collar de cuero rojo, que quedaba muy bien con el color té con leche del animal. Ese día los conocí.
La camioneta se detuvo frente a mí, cuando iba a hacer unos mandados, con el perro jadeando por la ventana semiabierta del acompañante. Alberto (tenía cara de Alberto) bajó, golpeó las manos y salió Mabel (también le venía bien el nombre), precedida de los chicos. La casa no estaba terminada del todo -qué casa lo está-, el revoque era toda su decoración exterior, pero tenía unas sólidas rejas negras de dos metros de altura. Los noté nerviosos, se saludaron con una sonrisa leve y una inclinación de cabeza, reja de por medio y se quedaron hablando así, turbados, sin percatarse de la situación. También parecían alegres de verse. Los chicos miraban conansiedad al cachorro, que ladraba y movía la cola con alegría, al reconocer a sus amigos.
Yo pasaba justo en ese momento por la vereda. Venía distraído, pensando en mis cuitas, haciendo las compras al almacén cercano, cuando la buena vibra del ambiente me llenó el alma. Allí había dos enamorados. Percibí quizá su amor antes mismo que ellos, filtrándose por la reja hacia los dos lados.
Al volver con mis módicas vituallas la reja permanecía cerrada. La Ford también seguía allí; la ventanilla, llena de baba de perro, cerrada. El perro no estaba y las balizas de estacionamiento seguían encendidas.
Una vez dejé atrás la de Mabel, percibí en el dintel de la casa vecina una sombra. Había una anciana en la puerta. Sus posibles setenta años se le habían borrado del rostro, estaba sonriendo. Me miró con complicidad, mientras cerraba la puerta. Le guiñé un ojo y seguí mi camino. Para mí que se llama Luisina.

Juanes

Hola, soy Juan. Bueno, no Juan-Juan, el que ustedes pudieron conocer. Soy un Juan-Alterno. Soy el Juan que nació normal, sin taras de nacimiento. Adquirí algunas al crecer, pero no estoy aquí para hablar de eso.
Juan, el de ustedes, es un lindo chico. Bueno, mejor dicho: yo lo soy, y a veces olvido que si bien somos el mismo pero en dos líneas temporales paralelas -y cada uno tan Juan como lo es-, no somos iguales. Él pudo ser lindo pero le tocó su realidad, por desgracia. Su madre (que es como la mía, se llama como ella, pero tiene a este Juan -me resisto a decir defectuoso-) tomó algunas drogas en la gestación que deformaron el feto y le provocaron las taras de las que hablé y que no tengo. La mía cuidó mucho qué ingería y siempre me decía que era hermoso como un sol.
Perdón, estoy aquí por Juan, el otro.

No quiero que se dejen llevar por la impresión, no. No soy alguien que viene a sentirse mejor viendo que otro está peor, o a presumir de algo. Vengo porque tengo que dar testimonio de Juan. Él no puede, por ejemplo, porque es ciego -o casi, tiene nociones de claroscuros y siluetas muy difusas-, pero no sabe leer ni escribir, ni Braille ni nada.
Somos muchos Juan, no sé cuántos. A mi me tocó reportar el Juan de ustedes, y estoy contento. Tengo la facilidad de saber todo sobre él, porque inexplicablemente puedo evocar cada uno de sus recuerdos como si los hubiese vivido yo mismo. O sea, cargo con los recuerdos de los dos, e intuyo que él puede recordar cuando me caí de la bicicleta, o cuando dí mi primer beso. Es confuso, pero es así.
Juan, al nacer, ya se sabía que sería diferente. Si bien la ceguera se descubrió algo después, su labio leporino fue evidente en cuanto lo limpiaron del líquido amniótico materno. Estimo que su madre (que como dije, en realidad es como la mía, tan parecida -y distinta- a ella como Juan y yo) lo rechazó a primera vista. Mi madre me ama, sobre todas las cosas, porque soy bello y perfecto. Me refiero a cuando bebé, específicamente. Los padres de uno tienen un secreto orgullo cuando hacen hijos hermosos. La pobre mamá de Juan no estaba preparada para su fealdad, como no lo hubiese estado la mía.
Pero se sobrepuso pronto. Nuestras madres son abnegadas, aparte de orgullosas, y nos criaron con una mezcla distinta de amor, fastidio, orgullo, abnegación y tragedia. Diferentes proporciones, creo: Juan tuvo mucho más amor y abnegación en comparación conmigo, que fuí amado más cuando más perfecto, hermoso y digno de mi madre me mostraba. En fin. Desvarío.
A veces pienso qué habría pasado si la vida le hubiese cambiado los niños, y tuviera mi madre que cargar con la fealdad de Juan. La de Juan se merecía un niño como yo, hablando con sinceridad. Pero bueno, Juan pensaría distinto, tal vez. Sí, piensa distinto, lo sé.
Volviendo, puedo decir que entre tanta desgracia él no es infeliz. Es bastante feliz, en realidad. Disfruta casi todo lo que vivencia. Es muy poco en comparación con mis experiencias. He visto el mar, me trepé a los acantilados que quise y cabalgué cada tarde de primavera que pude en mi adolescencia.
No, claro que no puedo afirmar qué pensaría él si experimentara otras cosas que le estuvieron vedadas, como las chicas, o los deportes, o simplemente, ver el mundo. Creo que no mucho, porque yo, siendo tan parecido, no he encontrado realmente mucho placer en ello. Siempre creí que me he perdido de mucho, que hay cosas más interesantes que el mundo inexplicablemente me niega a veces con mezquindad.
Qué raro. A veces pienso que envidio a Juan. No, claro, no el labio leporino, la ceguera y sus débiles músculos. Si yo, como dije, hacía deportes, era ágil y fuerte. Pero desde que lo conozco, desde que supe que él era yo mismo en otro continuo temporal, estoy inquieto. No sé. Tenemos casi la misma madre, el mismo padre ausente, las mismas abuelas (sin embargo, la que decía de mí que era un “mocoso maleducado”, decía de Juan que era su “tesoro”).
Por ejemplo, mi madre se negaba a darme una segunda porción de helado, cuando niño. ¡Cómo me gustaba el helado! No le costaba nada, había de sobra en el congelador. Pero no, claro. La madre de Juan le dio todo el helado que quería, siempre. A veces hasta lo miraba comer con mudas lágrimas en los ojos, mientras el pobre inocente sonreía, relamiéndose, ignorándolo todo.
La vida es injusta, si señor. A Juan le tocó la mejor mamá, la mejor abuela, todo el helado que quiera, ser tan feliz como yo infeliz. A veces pienso que quiero ser Juan. Es confuso.

jueves

Otra vez la lluvia

Recién acabábamos de hacer el amor, por última vez.
Era el jueves de semana santa. Llovían gotas pesadas, intermitentes. No teníamos dónde ir, nunca lo tuvimos. Así que la noche se nos había hecho en plena calle, en nuestros corazones y también tiñendo los árboles y el cielo. Como dos vagabundos, mientras todo el mundo iba por reparo seguro a la borrasca, nosotros buscábamos un lugar al resguardo vano de las miradas ajenas, alguna intimidad a la vista de todo el mundo.
Llorábamos, con inconstancia, imitando a la lluvia. Yo mucho menos, pero igual era casi llorar demasiado para mi gusto. Cada tanto, reparando en la inverosimilitud de mis lágrimas, ella me las enjugaba y soltaba más de las suyas, como queriendo hacerlo por mí.

-Yo sé que esto no es el final. No puedo imaginarte lejos. No puedo imaginar mi vida sin vos -dijo, con algo de bronca, entre dientes apretados-. Puedo imaginar que aparecés cada tanto, a lo largo de los años, y todo vuelve a ser real.


Nos sentamos debajo de unas casuarinas, que mientras no se empaparan completamente, nos servirían de refugio. Una gata peluda me picó en la mano, haciéndome ver estrellas de todos colores, por el dolor. No dije nada. Como la Any de “La Náusea”, comprendí que no era digno de ese momento semejante infortunio.

-No. Yo no puedo darme ese lujo. Tengo que matarte, o matarme. Poner entre nosotros una montaña que no se pueda escalar, un mar que no se pueda nadar. Lo peor de todo, es que si sé que me esperás del otro lado, voy a morir escalando, o ahogándome. Así que tengo que saber que elegiste bien, que no me necesitás, que sigo siendo un problema irresoluble. Haré mi vida, te olvidaré y seré feliz. Aunque ahora no lo sea. Esto que empieza hoy es lo que te perdés. El resto de mi vida.

-Lo peor de todo es que sé que tenés razón. Sin vos, mi vida va a ser una secuencia de días grises. Haré todo lo que se espera de mi. Me imagino satisfecha, casi feliz, por tener a mi entorno feliz. Mi vieja, Claudio, mis hermanos. Aunque cada tanto escucharé una canción y sabré que me equivoqué -me miró a los ojos, con total sinceridad-. Sos el más fuerte, al único que puedo resignar sin saber que lo destruyo. Elijo a Claudio, y sé que pierdo mucho, pero ellos no pierden nada. Si te elijo a vos, que sos el vacío, el “no hay futuro”, el riesgo de haberlos perdido por nada es demasiado.

-Ah, eso. Si, no te puedo decir qué pasará mañana. No te puedo decir cuánto tiempo te voy a querer. No lo sabés vos, tampoco, pero pretendés que sí. Que con decir “te voy a querer”, alcanza. Siempre supe que mi sinceridad, aunque sea la verdad más irrefutable, iba a terminar cobrándome caro. Es mejor mentir, ¿no?.

Pensó un rato. Su cara mutaba con cada línea de pensamiento. Pero llegaba al punto en el que todas las derivaciones terminaban en el mismo gesto: temor.

-No puedo -se puso seria-, me quedaría afuera de mi vida. Vos no me necesitás, entendeme. Claudio, sí. Mi familia, también. Si, soy una cobarde y ahora me doy cuenta. Aprendí mucho con vos. También cosas buenas -sonrió, entre las lagrimas-. Si te vas, no habrá océano que me separe de vos.

La lluvia nos había abandonado, de momento, dándonos la oportunidad de separarnos. La acompañe, en silencio, hasta la parada del colectivo. Entendía su lógica, pero no era la mía. Siempre aposté por mis afectos. Por todos ellos. No los segrego, ellos lo hacen por mí. Y ni siquiera así estoy conforme con eso, a veces.

Pero esta vez era distinto: la necesitaba, la quería, la amaba. Su decisión, la de dejarme y volver a la vida de la que había salido, era entendible. Yo era el presente, la vida. Ella prefería el futuro, la esperanza.

-No vas a saber más de mí. Este último beso, es el último. De verdad.

La besé, despacio. Con su aliento en mi boca, me dí vuelta, el corazón saliéndoseme por la garganta. A los cinco pasos, una vez que hube exhalado, quería volver con ella. Que me abrazara, que me dijera que no, que se quedaba conmigo. Pero no, íbamos a seguir siendo amantes durante años, siglos. Ella viviría las dos vidas, y yo, ninguna.
Decidí no verla más. No sabía cómo. De alguna manera, matándola, matándome. Poniendo una montaña inescalable entre nosotros, un océano que no pudiera cruzarse.

Jamás la volví a ver.

Y un día, mucho después, fui muy feliz.