sábado

Margarita.

El verano ponía su toque húmedo y sofocante a una Buenos Aires nocturna, que se dejaba embromar sumisa.
Los bohemios son escasos en estas condiciones. Sólo los de la creme somos capaces de sufrir esta densidad atmosférica de sótano con un whisky dudoso entre el vaso y el garguero. Con tal de llenar la oreja de jazz y blues...
Margarita es una hermosa morena, pasando los cuarenta. En la barra de este piringundín, toma muy espigada un champán nacional con un énfasis tal, que merece mas bien uno franchute. Pero es lo que hay.
Sonríe cuando algún galán le dedica una mirada de halago. En alguna parte sentida, cierra los ojos y contonea módicamente un corto vestido negro, sincopando el ritmo aún más. El piano presume de esa conmoción, porque se adorna mejor con silencios y semifusas.
Margarita fue bailarina, media vedette sin suerte y menos convicción, novia eterna -en las sombras anónimas- de un músico otrora de mediana fama (que cuando no se sentía visto ni oído podía tocar Summertime como los dioses), a quién acompaño de gira -sin ilusión ya, pero era lo que había- a México y España. La abandonó en pleno Madrid, una noche de Julio tan caliente como este Enero, después de una discusión estúpida.
En una buhardilla española pasaron sus quince minutos de fama desapercibidos, entre la droga fácil y la vida dura, musa y modelo de un pintor lleno de dudas y complejos.
La cazó una razzia anti ilegales marfileños y la deportaron bastante vehementemente. "Sin empleo y sin oficio", decia la causa.
Hoy trabaja en un negocio de Barracas y apenas le alcanza. Sale a flote haciendo unas velas caseras que prepara a pedido, con lo que está cosechando una fama de manosanta que la incomoda pero es lo que hay.

"El Saco" está sentado solo en la mesa que más interrumpe el paso entre el dudoso escenario y la barra. Es un hombre canoso, percherón, bien vestido (de ahí el sobrenombre de "El Saco", que los mozos y habitués del lugar le pusieron -con algo de matufia rea y lunfarda- porque le quieren sacar propinas o tomarle un poco de ese whiscacho importado). El no ignora estas intenciones. Aprovecha la fingida simpatía y deferencia que provoca su billetera, para ser unos de los parroquianos más insoportables del planeta. Pide "más de la porquería esta" a los gritos, demanda canciones a los músicos que ellos jamás complacen (para tocar por plata, mejor estar en Grandes Valores o en algún combo salsero de los que tocan por Constitución), y dice piropos semi obscenos a cuanta mujer sola pase cerca. Las pocas prostitutas que frecuentan el local visitaron ya su escasa generosidad hace tiempo y hartas, se le alejan.

Ese modestísimo champán que bebe Margarita fue atención del hombretón. Lo aceptó con un guiño al mozo, que se jugaba la propina.
Los maestros terminaron una versión muy sutil de "Take me to the moon" y fueron al descanso con un "Gracias, son ustedes muy amables". Cuatro aplausos y la interrupción del respetuoso silencio les iba llenando la espalda a medida que se retiraban hacia los baños (y hacia la anhelada nueva puesta en órbita).
El pianista pasó adrede cerca de Margarita y le dedicó una mirada de reconocimiento ("Vaya, hoy vale la pena tocar para vos", pareció decirle). La morocha sonrió como sólo una morocha puede hacerlo.
"El Saco" aprovechó el momento para aparecerse con una sonrisa de fauno jubilado e interrumpir ("Interrumpir" debía ser su segundo nombre) la tácita comunicación.
- Disfruta la música, parece...
- Si. Gracias, caballero, pero no se hubiera molestado... - pensando en el viejo mozo (al que le conocía los nietos por las fotos de la billetera), fue amable.
- Por favor, usted lo merece. Esa Coca llevaba más de una hora abierta.
Ocultando una mueca de desprecio, la mujer sonrió con una sonrisa de vidrio.
- Bueno, le agradezco la invitación...
"El Saco" giró sobre sus talones, dio un paso y medio hacia su mesa y se volvió, diciendo en voz bien alta:
- Mi mesa tiene una silla libre. Si desea, puede hacerme compañía. Habrá mas champán... - Le dijo más a la clientela del lugar que a Margarita.
- Gracias, es usted muy amable. Espero a alguien...
Y miró de reojo con esperanza la puerta del baño que permanecía cerrada.
Desde el fondo se oían risas de mujer. Era Josie, una prostituta esporádica, que venía al café primordialmente para ver si conseguía el puchero de mañana, pero también para no sentirse tan muerta.
Al rato, los músicos salieron del baño y fueron hasta donde se encontraba el dueño del lugar. Marcos, un pelado malandra, bajo y con la cara picada de viruela (Había sido mozo en dos docenas de bares, así que tenía la sensibilidad de un portero. Tacaño, les robaba las monedas de propina a los mozos). Levantó la vista en cuanto los vio venir.
El contrabajista se adelantó y tuvo unas palabras con Marcos. Este se alteró visiblemente. El contrabajista miró al pianista, que se encogió de hombros, miró hacía Margarita con resignación y se fue del local.
Los otros dos músicos retiraron sus instrumentos e imitaron al pianista. El contrabajista dejó -con un gesto ostensible- unas monedas de propina sobre la barra.
- Acá les dejo, muchachos. Ojo los manolargas... -y miro a Marcos con una sonrisa.
Un lamento se levantó entre los parroquianos cuando los músicos se fueron.
Marcos pusó -otra vez- ese gastado cassette de Tom Jobim, apagó el cigarrillo en un vaso sucio que estaba abandonado sobre la barra (viejo truco, para que nadie adoptara al mostrenco) y tomo las monedas para ponerlas en el frasco de las propinas, mientras miraba con ojos de fullero a los mozos, que lo relojeaban.
A Margarita Tom Jobim le pareció por primera vez insoportable. Miró a "El Saco" que la esperaba impaciente. Había corrido la otra silla de su mesa como haciendo lugar.
Pensó un instante. Escanció el ultimo trago de champan, tomó su cartera y pagó su Coca Light a Marcos.
Se fue. Detrás del pianista.

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