miércoles

Hoguera de vanidades

Érase dos amigos, pero no de esos que se ven a menudo entre los preadolescentes (teen-agers me suena mal, perdón. Y púberes, más).
No eran del mismo club de fútbol. Uno era de clase media alta, el otro de clase media baja. Uno era morocho con ganas y el otro un rubito desganado. Uno, hábil para los objetos; el otro para las palabras. Uno jugaba muy bien al tenis (y era bueno en todos los deportes), el otro se la rebuscaba al fútbol (y era de regular a malo en los otros deportes).
Uno leia a Tolkien, el otro a Asimov.
Solían competir constantemente, y en algunas cosas las diferencias eran abismales (uno ganaba por escándalo al ping pong y el otro al ajedrez). Pendulaban. Uno sacaba ventaja un poco, pero quedaba atrás muy facilmente, después de que el otro tomara envión.
A veces se invertían los roles: el menos preparado terminaba siendo el maestro del otro al cabo de un tiempo.
Se divertían, se provocaban, se estimulaban.
Llegado cierto momento: uno sirvió de chaperón e introdujo al mundo de las mujeres al otro, sólo para descubrir que al poco tiempo se convertía en un monstruoso Don Juan, antes tímido Romeo.
Uno le dio al otro las cosas de la tierra, el otro las de la mente.
Fueron la tierra y el trigo. El rayo y el trueno. Agua y fuego.
Se hicieron grandes, y continuaron creciendo, en planos complementarios a veces, o potenciándose al máximo cuando había consonancia.
Pronto quedó claro que uno era un mujeriego solitario y el otro un solitario mujeriego. Uno podía esquivar ocho novias en una sola tarde, el otro juntar ocho ex novias en la misma mesa de un bar.
Las mujeres veían en los dos toda la oferta posible. Elegían y no había crisis. Y ellos en el fondo eran tan distintos, que nunca se cruzaron (simultaneamente) en una misma mujer.
Uno era defensor a ultranza del status quo ("no meterle bulla al pescado" era una de sus frases), el otro un incendiario de naves ("me nefrega" era la suya). Uno desarrolló un sentido de la moral bastante acabado, pero se desviaba. El otro no tenía la menor noción de una moral tradicional, pero era fiel a sí mismo.
En un punto, uno llegó a leer a Hesse y quererlo; y el otro a sacar violentamente contra la pared cuando jugaban al paddle (quien haya jugado, sabe qué es).
Se hicieron hombres. Inexplicablemente, las diferencias no causaban problemas.
Uno terminó laboralmente como empleado del otro, pero era casi su jefe en los hechos.
Un día cometieron dos errores: se enamoraron. Y de dos mujeres acordes a sus diferencias. Una, rubia angelical. La otra, morocha terrenal.
La vida tiene infinitos recursos para separar a dos personas que se afanan por permanecer juntas a pesar de todo. Y los terceros son el arma predilecta.
Pronto, ellas sublimaron la furia de no entender esa amistad odiándose a muerte, aunque habían sido muy amigas. Tenían su propio torneo privado, y disputaban esa guerra con juegos mentales cada vez menos sutiles.
La masa crítica no tardó en aparecer, y el conflicto apareció por fin, devastador y definitivo, entre ellos.
Uno se dejó llevar por las calumnias, el otro se equivocó siempre que pudo. Uno, fiel a su estilo pragmático y seguro, fue artero en la cuchillada. El otro, nervio y corazón, rápido para odiar.
A veces se cruzan en una localidad veraniega de las sierras, donde empezó su historia. Se miran de lejos, y se ignoran de cerca.
Uno fue mi amigo, mi hermano, mi alter ego. El otro era yo:
El que era de clase media baja. El rubito desganado. Hábil para las palabras. Que amaba el fútbol. Que leía a Asimov. Ganaba al ajedrez con facilidad. Fui maestro y aprendiz. Fui su chaperón. Quien recibía las cosas de la tierra de sus manos generosas. Yo era el trigo, el trueno, el fuego. Yo era el solitario mujeriego que terminaba juntando ocho ex novias en un bar. Yo: incendiaba las naves, no tenía noción de la moral, y era fiel a mí mismo.
Aprendí a compensar mi falta de aptitud general en los deportes con sucias estrategias, como sacar con efecto contra la pared, darle con top spin, mirar para un lado y amagar para otro.
Yo fuí su empleado de confianza, capaz de ignorarlo y contradecirlo, y recibir las gracias por hacerlo.
Yo elegí a la morocha: la más difícil de conquistar, y más dificil todavía de retener. Y me presté a todos sus juegos.
Recibí una cuchillada merecida y fuí muy rápido para odiar, porque soy nervio y corazón.
Él es el que hizo algún intento por acercarse.
Yo, el que se aleja inexorablemente.

Algrin, el vengador

Una tarde el mundo se echó a perder. Es decir, ya estaba mal, pero de repente todas las fuerzas que habían permanecido aparte (Belcebú, por ejemplo, solo se podía percibir en algunas películas, pero en la vida real el hombre había asumido su papel con creces). Y los demonios, aparte de ser malos, son entes poco afectos a rehacer lo que ya está hecho.
Pero entre la tortura del abismo y la barbacoa, se dieron cuenta de que el mal era desparejo. Y si hay algo que un es demonio, es democrático. No porque quisieran desparramar la maldad en partes iguales, sino porque les da lo mismo un pobre muerto de frío que un acaudalado jeque árabe. En todo caso, saben que los dos tienen el mismo derecho a sufrir.
Entonces mandaron a Algrin, un demonio especialmente cruel. Al que debía matar lo dejaba casi muerto, pero le quemaba la casa. Si debia destruir todas las cosechas, dejaba algunas, intocadas en medio de la devastación, para sembrar la envidia y el agio. Pero al que no le tocaba la cosecha, le enfermaba al hijo de una enfermedad larga y mortal.
El demonio comenzó su tarea de manera sistemática y persistente. Debía hacer el mal sin mirar especialmente a quién. Y le fue dado el don de poseer la "Doble Maldad", que contenía la maldad de los propios demonios y la de los humanos. El don de la Triple Maldad solo puede conferirlo Dios mismo, y hasta ahora no lo ha hecho.
Algrin, cada tanto, era percibido como una asqueroso reptil, un grifo con ojos de rubíes incandescentes, como monedas de plata al rojo. Tenia alas de murciélago y su piel era negra y llena de verrugas supurantes. Podía poseer los cuerpos y no habia poder temporal que lo combatiera.
El mal aumento en una proporción de uno a tres. Fue terrible para la economía mundial. Las instituciones humanas centenarias caían entre el odio, la mortandad y las pasiones irrefrenables. Nadie estaba a salvo de él: los papas, los violadores, los esclavos, los enfermos. Estadísticamente perfecto: del universo total de seres humanos cada tantos mil, algunos cientos eran sistemáticamente desposeídos, ultrajados y engañados.
Un grupo disperso, la escoria del viejo mundo, la espesa cochambre llena de hambrientos y víctimas acobardadas, también percibió su presencia.
Lo llamaron Algrin, el vengador.

lunes

Salud laboral

Eran las 19.12 y Bess había terminado con todos los "proyectos" asignados para el período. Cumplió la cuota básica de producción -y con el bendito plus de productividad al que se había comprometido con la gerente de RR.HH.-, sobre la hora. Hoy se cumplía el interminable mes.
Se sentía vacía y un poco triste. No era el peor trabajo del mundo, pero a veces tenía la impresión que debía ser tantas diferentes personas para otras tantas que su verdadera personalidad se resecaba un poco y tremolaba de puro frágil.
El sistema de gestión de telemarketing que operaba tenía dos funciones: la primera recopilaba la información del contacto y la tabulaba. La segunda, controlaba la producción de los telemarketers en sí.
Es decir, un proceso automático del sistema se disparó en cuanto su cuota se cumplió, y un nuevo lote de contactos pasó a la columna de "activos" en su "lista de pendientes".
Sonó el celular. Un mensaje de texto:

"Espero verte pronto, lamento que estés tan ocupada".

"Uff! No es mal tipo. Pero hoy no puedo con todo", se dijo.
De a poco el ruido blanco de la oficina fue decayendo y tornaba hacia los colores más pálidos de la paleta.
Mientras cerraba el sistema, la mensajería instantánea interna interoperadores parpadeó dejando saber que había un mensaje on-line. Del gerente de Producción, su jefe directo. Más bien, de su secretaria. El no estaba para eso. Se la pasaba en el MSN, pero el chat interno era cosa de secretarias y telemarketers.
Como símbolo de poder, al pesado le encantaba tenerla tiempo extra con cualquier excusa.
Seguro se sentía macho, viril, jugando con su visible desesperación como un gato con un ratón moribundo.
“Maldito aprendiz de acosador. Encima es más tímido que una paisanita virgen. Lo detesto”. Quería irse a casa.
Se encontró esperando en la puerta del ascensor a dos de los nuevos "leones" de la empresa. Casi adolescentes, salidos de una mediocre pero cara universidad empresarial. El traje de ambos no era demasiado costoso, pero los gestos ampulosos y la cháchara eran de dos genuinos Gerentes Generales.
Se dedicaban a la "adquisición informal de datos" (mejor dicho, al robo de información lisa y llana), que era uno de los mejores y más caros productos de la empresa. De eso no se hablaba puertas afuera. Se le susurraba al cliente después de una sólida relación de años. Comprendía hacking y otras cosas, pero lo más importante era la “ingeniería social”.
(Intentaron reclutarla para el sector. Le ofrecieron un sobresueldo para ropa y accesorios. Después de todo, era una atractiva morocha, pero no tenía intenciones de ser del “servicio de acompañantes” de la empresa. “Gatos espías”, se dijo con ironía, aquella vez).
“¿Te acordás del Gerente de Compras que te conté? Lo desarmé con una prostituta de 400 euros que hice pasar por una amiga ¡Jajajaja! No sabés la data que soltó. Y de lo buena que estaba la mina", diciendo esto último en voz más baja, y dándole un pequeño codazo a la altura de las costillas a su compañero para que tomara nota de la implicancia.
El otro escuchaba en silencio. En su cara se notaba la marca de la envidia.
"¡Ding!" Llegó el ascensor. Como subía solo un piso marcó en el panel soft-touch su selección y dió lugar a que sus casuales acompañantes hicieran lo mismo. Marcaron el segundo piso.
"Hmmm... van a la cafetería. Tanto roce con los ejecutivos, tanto hablar de euros, y terminan tragándose un sándwich de pan negro rancio con atún de supermercado y una gaseosa Light, a las siete de la tarde, mientras se mienten sin vergüenza", pensó mirando oblicuamente el visor del ascensor.
"¡Ding!". Salió al pasillo, con visible malhumor. No se notaba demasiado, salvo en algún chispazo en los ojos (y que su mirada se volvía cada vez más oblicua) y en que tenía que tomarse un par de segundos antes de decir algo.
Se volvió de repente al ascensor y encaró a los "agentes secretos". Puso la rodilla en el sensor para mantener la puerta abierta. Y habló en un susurro, pero lo suficientemente fuerte como para mostrar su vehemencia. Y habló con tonito de maestra ciruela.
"Les recuerdo, caballeros, que las normas de la empresa impiden comentar cualquier acto de servicio fuera de los lugares adecuados, y desde luego el ascensor no es uno de ellos". Miró deliberadamente al que se ufanaba hace un minuto. "Y le recuerdo a usted en particular, señor, que los recursos de la empresa son auditados en profundidad previendo cualquier desvío del personal en misión. La profesional o “prostituta” -como la llame- trabaja regularmente para la empresa y sabe tanto de su objetivo como de usted mismo".
El envidioso cambió imperceptiblemente su expresión en medio del discurso. Y a pesar de su esfuerzo, la risa vengativa le salía por las comisuras mientras con su campo visual periférico relojeaba el visible embarazo de su compañero.
“Y les aclaro que en la cafetería hoy encontraron cucarachas en los sándwiches”.
Retiró la pierna y la puerta se cerró de golpe, como corriendo un telón de piedad.
Hizo cuatro pasos hasta la recepcion del gerente acosador.
La secretaria la miró con un gesto de desánimo. Era bonita, flaca, rubia y apestaba a Paloma Picasso. Era buena la imitación, pero no engañaba a su olfato sutil.
“Si, mirá. Un segundo antes que subieras se metió el Gerente de Productos. Le dije que estabas citada, pero dijo que era muy importante. Carlos me pidió que lo esperes”.
Volvió al pasillo con una media vuelta en cámara lenta. Los hombros se le encogieron perceptiblemente. Tenía los nudillos blancos por la presión. Se detuvo junto a la pared con la mirada fija en la nada. Y muy oblicua.
Esa hora era peligrosa para su salud laboral. Ocurría un repliegue de las someras capas corporativas, que había adquirido forzosamente con el tiempo, y se imponía su más tradicional mal carácter natural. Ya no demoraba las respuestas. Salían en tiempo real.
Empezó a sopesar las diferentes variantes de su vida, de acuerdo a las decisiones que podía llegar a tomar, sin llegar a decidirse si entrar de prepo a la oficina de Carlos y mandar a los dos señores Gerentes a dar por culo, o marcharse de ahí sin dar más razones, o seguir esperando hasta reventar.
No se decidía. Y esa era la tragedia.

miércoles

El Turco y nuestra Eugenia

Estamos con el Turco en nuestra ceremonia semanal del escabio y el hacer nada.
Tenemos una extraña pasión por eso. En los boliches somos los que tienen el codo atuercado a la barra o a cualquier otra superficie horizontal que sirva de tal.
Si vamos a alguna soirée al aire libre parece que estamos oteando las estrellas o las nubes. Podríamos oír crecer el pasto, si nos dejaran.
Yo soy el encargado de romper el silencio. Él, de restaurarlo. A veces una risa corta estalla con un comentario gracioso.
Generalmente, cerveza en verano y vino tinto en invierno. Pero más de madrugada puede ser whisky, fernet o daiquiris.
Tiene, el Cotur, una extraña manía:
Se juntimonia tan fácil como yo me asusto o me alejo de una dama.
No lo entiendo y él no me entiende. Hemos dedicado algunas noches a develar porqué el no concibe la pareja sin convivir. Y nunca le encontramos la vuelta. O yo, por lo menos.
Tenía tres ex esposas. Todas ahí, en un mundito a su alrededor al que no le prestaba demasiada atención. Ni hablar de las otras, las que no tuvieron rango civil oficial. Esas eran legión.
Me las encontraba por las calles, a veces un año después. Me preguntaban por él, y yo no sabía qué decirles. No era raro que en ese lapso el tipo se hubiera juntado dos veces (ya no se casaba al final, no era tan delirante).
No podía creer la facilidad que tenía para encontrar mujeres dispuestas a revistar en ese ejército de novias cadáver, previo paso de inquilinas por su vivienda, llena también de fantasmas ignorados.
Pero yo sospechaba que a mi amigo le pasaba algo oculto y aterrador: se enamoraba de verdad cada vez. Y sufría mucho haberse equivocado antes.
Terminaba sus parejas con un nuevo amor. Venía el desengaño, el desgaste, y nuestras reuniones pasaban automáticamente de dos horas a ser de cinco horas al hilo. Ya no tenía apuro por volver a casa.
En alguna ocasión, alguno de los dos olfateaba algo, pedía permiso y se iba a ver cómo le iba con alguna mujer.
Esa noche noté que estábamos particularmente mudos. Una morocha pulsuda me estaba haciendo monigotadas desde otra mesa. O era yo el de las monigotadas y ella la de la sonrisa, no recuerdo, pero es más probable. Lo cierto que en un momento le digo sotovoce al turco que tenía caza a la vista. “Si”, me dijo, “ya la vi”.
La morocha había sido tema de conversación en otras oportunidades. Según mi poco eficiente sistema de levante, no podía interpelarla sin ceremonia. Y mi fuerte es la conversación, no hacer pesas. Así que estaba hace tiempo como un mono tití haciéndole gestos. “Te vi, que linda estás” y otras sutilezas.
El Turco estaba inflado, me dí cuenta. Estaba molesto, porque lo mío era bastante patético a su modo de ver y no tenía más asidero que mi propia falta de valor.
Así que se levanto, tomó el último sorbo que quedaba del vaso (debí haber sospechado ahí) con clericó y salió para la mesa del morochón.
Habló algo, señalo nuestra mesa y se sentó afanando otra silla de la mesa de al lado con arte de prestidigitador.
Las amigas de la dama se hicieron prudentemente las otarias y conversaron animadamente mirando para otro lado, dándoles algo de intimidad (en realidad esa postura favorece que el pabellón auditivo capte mejor una conversación mientras te hacés bien el sota, claro, pero queda bien).
Un rato después empecé a olérmela. Las amigas miraban furtivamente al salame que se quedó solo con la cara cada vez más encementada. Y sonreían. Ya tenían la primicia, vía pabellón auditivo: el Turco se estaba parlando al morochón. Y la pérfida le respondía.
Mi orgullo es así de chiquito, pero indestructible. Así que puse cara de póker, me dí vuelta, prendí un faso y me dedique a contar las cagadas de mosca en el fluorescente que estaba encima mio.
Un buen rato después busqué la campera en el guardarropa (le dejé la cuenta al atorrante) y me fui pateando piedritas por la calle.
Yo sabía qué iba a pasar. Me hice toda la película, lo juro. Pero no me dí crédito.
Veamos:

Pasaron los días y me llamó el Cotur: “¿Che, vamos a Perpignat?”. “Vamos”, le dije.
Esa noche tomamos daiquiris. Me prestó su moto y llevé a la bonita moza a dar una vuelta, porque ella me pidió (en estado neutral, yo era el más simpático).
Y dejé al Turco a pata.
Al otro día fui a su casa a devolverle la moto. Me recibió taciturno, algo incómodo, pero me hizo pasar. Me dí cuenta porqué. Estaba ya ubicada la morocha, que a la sazón se llamaba Eugenia.
Yo, otra vez con cara de póker. Tomamos una cerveza –era domingo y en el catálogo de nuestra amistad beber demasiado un domingo no era correcto- y me fui.
Pasaron los meses, por cuestiones personales no tuvimos mucho contacto. Yo estuve afuera y medio perdido. Y evitando cruzarme con Eugenia, porque a pesar de no darme crédito, desconfiaba de mi mismo.
Llamo a la casa del Turco, me atiende Eugenia. “No está, salió”. “Bueno, decile que voy a estar en “Perpignat”, que se dé una vuelta tipo diez”.
Grande fue mi sorpresa al verla llegar a ella. Estaba para el infarto.
“Andamos mal, creo que sale con otra. Hace dos días no sé de él”, me dijo como para empezar. Yo seguía con cara de póker. Ya era un rictus medio acalambrado.
“Mirá, casualmente no sé nada de él hace tiempo”.
“Te evita, pensé que habían discutido”, me dijo.
Me quedé bastante desconcertado, parpadeando, fallando en el cometido de mantener la cara de piedra.
“¿Porqué viniste? Yo no tengo idea de dónde puede estar. El Turco en muchas cosas es un enigma para mí”. No le iba a decir que seguro estaba en la casa de la vieja, esperando que ella se diera por vencida y se fuera. Y que casi seguro ya salía con otra.
“Bueno, no importa. Vine para entregarte las llaves. Me vuelvo a Mendoza el lunes”.
Ya me dolía la cara de tanta inexpresión.
“¿No me vas a invitar nada? Bueno”. Dirigiéndose a mi eventual compañera de moto y más efímera compañera de cama, “¿No me traés una piña colada con whisky?”.
Bueno, decidí que si seguía practicando de estatua algo me iba a joder, así que cambié la cara. Y me relajé.
Me recosté sobre el sillón, la mire por encima del whisky. Era una de las mujeres mas lindas que había visto. Luminosa, celestial y terrena, supuse que tendría unos treinta. Ella me miró, acusó la atención que le puse, sonrió como una estrella de cine y me dijo:
“¿Porqué no me viniste a ver esa noche vos? El Turco me dijo que los dos estaban mirándome y que como vos eras demasiado lanzado, él había salido primero para evitar que me incomodases”.
“Qué turro”, pensé yo. Era buena esa.
“¿Y yo tenía chances? Mirá que en realidad soy más bobo de lo que aparento…”

Bueno, se cumplió mi maldita predicción. Pero ni al Turco ni a mí nos hizo puta gracia. El cuento del escorpión y el sapo, y todo eso.
Un día me anunció que se iba a España. Yo ya vivía en el interior.
Internet era una curiosidad y un lujo tecnológico aún en la propia Capital Federal.
“Conocí a una gallega en el ICQ. Me voy para allá”.
Internet llegó a mi escritorio unos años después. Intente encontrarlo, pero nunca estaba en línea.
Aún tengo el Miranda IM, en el que guardé su contacto, solo para verlo aparecer algún día.
A Eugenia la vi hace seis meses. También conoció a un gallego, por el MSN, y el tipo se quiere venir un tiempo. Con el tipo de cambio, se puede quedar un año, si quiere.
Ah… Extraño aquellas épocas…