El fracaso de la pasión.
Mientras terminaba su oficio vespertino, el Padre Guillermo notó ciertas miradas duras y ceños fruncidos en los pocos fieles presentes. Normalmente le resultaban afables o indiferentes.
Eran tan pocos que mientras repartía la eucaristía la fila no completaba la docena de personas.
Pensó, sin perder el hilo de la misa, en cómo se corren los rumores. Nadie le puede dejar de creer a un rumor.
Su mirada recorría la nave de la iglesia con rostro hierático, sin demostrar nada ni detenerse en nadie, pero totalmente consciente de la expresión parca de cada uno de los feligreses. Estas técnicas no escritas se aprendían en el seminario, cuando bajo la severa tutela de los diversos guías espirituales se aprendían los secretos de la misa bien cantada. Se aprehendían también el tono monocorde y la súbita subida de entonación cuando se hacía advocación solemne a alguna de las personas de la Santísima Trinidad, o a la misma Virgen (la favorita de siempre de los sacerdotes que tenían problemas con la opresiva mirada asexuada del Señor).
En el seminario, un novicio podía pasar por varias etapas con respecto al sexo. Algunos jamás tenían problemas con sublimar su pasión en ardor religioso. Pero otros sufrían fiebres orgiásticas severas, fuera y dentro del claustro. Se contaban historias de todo tipo.
A medida que los años pasaban, las sucesivas confesiones y los consejos iban cercando las pulsiones y las encaminaban hacia el rezo y la penitencia. Y a algún otro interno, generalmente más avanzado en estas cuestiones.
Así, los diáconos pasaban horas y horas rezando a dúo, con sufridas miradas a los ojos, intentando acallar con esa letanía los tormentos de la carne. A veces tan fuertes, que una sola caricia mandaba al traste semanas de salmodiar al unísono.
Con el tiempo, el mayor terminaba ordenado y se marchaba lejos. La tristeza y las promesas de amor eterno, terminaban por cerrar un circulo de manera imperfecta, apenas mantenido por el recuerdo y los rezos.
El Padre Guillermo tuvo su tímida etapa de ensoñación: sonrisas mutuas, charlas inquietas, llenas de silencios y tartamudeos, con un novicio de ojos muy tristes que sólo se iluminaban en éxtasis cuando oraba a la Señora del Milagro. Era bello de tan triste. Un día se marchó, sin acabar de ordenarse, detrás de una beca en Roma.
Luego le dijeron que la "extracción" la produjo cierto obispo adjutor que viajaba con frecuencia al Vaticano y que no podía tolerar la ausencia de esa tristeza en los delicados salones de los palazzos.
Este obispo tuvo la gentileza de hacerlo objeto al joven Guillermo, por primera vez, del sutil arte que la maquinaria jerárquica tiene para sus oscuros manejos: su ordenación fue sobre ruedas, casi sin un tropiezo, aunque nunca más recibió una muestra de admiración o respeto por alguna de sus faenas.
Con la ordenación cerca, prefirió pretender que olvidaba aquellos ojos melancólicos. La inoportuna designación en aquella capilla del norte del país no lo desanimó, a pesar de que también le dijeron que fue el castigo final por pretender lo prohibido.
Hacía ya veintiocho años de aquella tarde en que llegó a estas mismas paredes, a confesar y comulgar a tres generaciones de ovejas.
¿Cómo, tantos años después, iba a encontrar esos mismos ojos, la misma alma atormentada, la misma sensación de desprotección en otra persona, aún más joven y con la misma devoción por la Señora de los Milagros? Era aquello una afrenta a su pretendido olvido.
Noches enteras rezó y pasó en vela, alternativamente, ignorando e imaginando esos ojos. Luego fue tarde. En su cabeza estaba tomando forma una idea asquerosa, repulsiva.
El alborozo del padre cuando se cruzaba con el muchacho en la casa parroquial era evidente. Creyendo evitarlo, lo hizo su monaguillo preferido, el que tocaba las campanillas en la consagración, y al que tenía siempre cubierto por su visión periférica. Detenía con un reto severo las peleas que provocaba esa distinción con los aspirantes a sacristanes. Acompañaba él mismo a su preferido hasta el pie de la torre de la campana, y poniendo la cuerda del badajo entre sus manos, le enseñaba con palabras lentas y sonrientes algo tan complicado como repicar la campana, mientras se perdía en la tristeza de sus ojos.
Pero el rumor fue de boca en boca. Primero, entre los propios catecúmenos. Luego, entre sus catequistas, las más avispadas. Hasta que por fin llegó a la biblioteca parroquial y de ahí al pueblito.
La idea volvió a su atribulada mente, y como desde el mismo día que la pensó, crecía en tamaño y en el asco que le provocaba. Sentía una profunda decepción por sí mismo. Pero no podía evitar la idea espantosa. Y ahora era tarde
Dio la paz a los taciturnos fieles y terminó la misa con algo de insulsa e indiferente prisa.
La sacristía estaba a oscuras cuando se quitó las ropas ceremoniales, que guardó en un roperito blanco sin demasiado cuidado.
A la noche vendrían los padres de la escuela, a confrontarlo.
Preparó todo. Que estuviera todo perfecto.
Llamó al muchacho a la sacristía aún oscurecida por la nochecita reciente. Sintió la puerta que daba a la casa parroquial abriéndose. Se estremeció. Una ráfaga cruzó por su espina dorsal. Tenía una erección mórbida.
Los ojos lo miraron, incrédulos. Tristes.
Se puso el cañon de la escopeta en la boca y se disparó con esa última imagen, con esos ojos en la retina, rumbo al Infierno de los suicidas.
Eran tan pocos que mientras repartía la eucaristía la fila no completaba la docena de personas.
Pensó, sin perder el hilo de la misa, en cómo se corren los rumores. Nadie le puede dejar de creer a un rumor.
Su mirada recorría la nave de la iglesia con rostro hierático, sin demostrar nada ni detenerse en nadie, pero totalmente consciente de la expresión parca de cada uno de los feligreses. Estas técnicas no escritas se aprendían en el seminario, cuando bajo la severa tutela de los diversos guías espirituales se aprendían los secretos de la misa bien cantada. Se aprehendían también el tono monocorde y la súbita subida de entonación cuando se hacía advocación solemne a alguna de las personas de la Santísima Trinidad, o a la misma Virgen (la favorita de siempre de los sacerdotes que tenían problemas con la opresiva mirada asexuada del Señor).
En el seminario, un novicio podía pasar por varias etapas con respecto al sexo. Algunos jamás tenían problemas con sublimar su pasión en ardor religioso. Pero otros sufrían fiebres orgiásticas severas, fuera y dentro del claustro. Se contaban historias de todo tipo.
A medida que los años pasaban, las sucesivas confesiones y los consejos iban cercando las pulsiones y las encaminaban hacia el rezo y la penitencia. Y a algún otro interno, generalmente más avanzado en estas cuestiones.
Así, los diáconos pasaban horas y horas rezando a dúo, con sufridas miradas a los ojos, intentando acallar con esa letanía los tormentos de la carne. A veces tan fuertes, que una sola caricia mandaba al traste semanas de salmodiar al unísono.
Con el tiempo, el mayor terminaba ordenado y se marchaba lejos. La tristeza y las promesas de amor eterno, terminaban por cerrar un circulo de manera imperfecta, apenas mantenido por el recuerdo y los rezos.
El Padre Guillermo tuvo su tímida etapa de ensoñación: sonrisas mutuas, charlas inquietas, llenas de silencios y tartamudeos, con un novicio de ojos muy tristes que sólo se iluminaban en éxtasis cuando oraba a la Señora del Milagro. Era bello de tan triste. Un día se marchó, sin acabar de ordenarse, detrás de una beca en Roma.
Luego le dijeron que la "extracción" la produjo cierto obispo adjutor que viajaba con frecuencia al Vaticano y que no podía tolerar la ausencia de esa tristeza en los delicados salones de los palazzos.
Este obispo tuvo la gentileza de hacerlo objeto al joven Guillermo, por primera vez, del sutil arte que la maquinaria jerárquica tiene para sus oscuros manejos: su ordenación fue sobre ruedas, casi sin un tropiezo, aunque nunca más recibió una muestra de admiración o respeto por alguna de sus faenas.
Con la ordenación cerca, prefirió pretender que olvidaba aquellos ojos melancólicos. La inoportuna designación en aquella capilla del norte del país no lo desanimó, a pesar de que también le dijeron que fue el castigo final por pretender lo prohibido.
Hacía ya veintiocho años de aquella tarde en que llegó a estas mismas paredes, a confesar y comulgar a tres generaciones de ovejas.
¿Cómo, tantos años después, iba a encontrar esos mismos ojos, la misma alma atormentada, la misma sensación de desprotección en otra persona, aún más joven y con la misma devoción por la Señora de los Milagros? Era aquello una afrenta a su pretendido olvido.
Noches enteras rezó y pasó en vela, alternativamente, ignorando e imaginando esos ojos. Luego fue tarde. En su cabeza estaba tomando forma una idea asquerosa, repulsiva.
El alborozo del padre cuando se cruzaba con el muchacho en la casa parroquial era evidente. Creyendo evitarlo, lo hizo su monaguillo preferido, el que tocaba las campanillas en la consagración, y al que tenía siempre cubierto por su visión periférica. Detenía con un reto severo las peleas que provocaba esa distinción con los aspirantes a sacristanes. Acompañaba él mismo a su preferido hasta el pie de la torre de la campana, y poniendo la cuerda del badajo entre sus manos, le enseñaba con palabras lentas y sonrientes algo tan complicado como repicar la campana, mientras se perdía en la tristeza de sus ojos.
Pero el rumor fue de boca en boca. Primero, entre los propios catecúmenos. Luego, entre sus catequistas, las más avispadas. Hasta que por fin llegó a la biblioteca parroquial y de ahí al pueblito.
La idea volvió a su atribulada mente, y como desde el mismo día que la pensó, crecía en tamaño y en el asco que le provocaba. Sentía una profunda decepción por sí mismo. Pero no podía evitar la idea espantosa. Y ahora era tarde
Dio la paz a los taciturnos fieles y terminó la misa con algo de insulsa e indiferente prisa.
La sacristía estaba a oscuras cuando se quitó las ropas ceremoniales, que guardó en un roperito blanco sin demasiado cuidado.
A la noche vendrían los padres de la escuela, a confrontarlo.
Preparó todo. Que estuviera todo perfecto.
Llamó al muchacho a la sacristía aún oscurecida por la nochecita reciente. Sintió la puerta que daba a la casa parroquial abriéndose. Se estremeció. Una ráfaga cruzó por su espina dorsal. Tenía una erección mórbida.
Los ojos lo miraron, incrédulos. Tristes.
Se puso el cañon de la escopeta en la boca y se disparó con esa última imagen, con esos ojos en la retina, rumbo al Infierno de los suicidas.
2 comentarios:
Muy bueno.
Fender: Soy tu fan.
Leer sus excretos me hace día a día una presidente más orgullosa de su fan's club...
Creo, sin embargo, que lo mejor está por venir.
Me encantó este escrito, míster Fender. Que se repita!
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