El retorno de los tartamudos.
"Las siete de la tarde y esta reunión se alarga como el rosario de un tartamudo".
Esa frase se instaló -en otro nuevo segundo de descuido- rebalsando la vacuidad craneal que le producía la fatiga y el aburrimiento. Un estricto sentido de la caridad humana le impedía reírse sin culpa de los tartamudos, y le decía con tonito santurrón que tampoco ese era momento de reírse de nada.
Si alguien en la sala de reuniones atribuyó la ligera chispa que cruzó por sus ojos a pensamientos divergentes, no lo dijo. Igual se ruborizó como si lo hubiesen retado. Y se odió por eso.
La cuestión era seria: veinte trabajadores perderían sus empleos en el corto plazo si el equipo del que formaba parte no pergeñaba una estrategia salvadora. Y esa estrategia no era otra que hacer dinero para justificar sus haberes.
El autor de estos pensamientos y rubores era una especie de ball-boy ideológico que debía recuperar los pelotazos que caían más lejos ("demonios ¿qué quieren que haga con estas ideas estrafalarias?"). Golpes dados por ejecutivos un jueves por la tarde, más preocupados por acabarse el balde de pelotas que por jugar un buen punto.
No podía juntar en la cabeza suficientes cifras (toneladas, metros cúbicos, o cualquier cosa mensurable y convertible en dinero) como para evitar desvariar y ruborizarse intermitentemente.
Al final, las soluciones propuestas se complicaban tanto que todos se desconfiaban como jugadores mentirosos en una mesa de póquer. Más que soluciones, parecían remiendos cada vez más torpes de los inevitables despidos. Su función de buscar pelotazos no tenía sentido, porque apuntaban a la Luna.
Todos querían convencerse de que no había solución e irse a casa con la conciencia tranquila. Esa era la verdad. Les pagaban buenos sueldos para preocuparse por esos problemas pero no tanto como para hacer milagros. Irse pasada las siete daba cierta sensación de deber cumplido.
"Está bien. Hicimos lo que pudimos. Nora, por favor, tenga la lista para mañana temprano".
El jefe está satisfecho del esfuerzo pero delega la cuestión odiosa del matadero en una simple empleada de 9 a 5 de Recursos Humanos, aunque todos sabemos que Nora tiene un marido casi nuevo, una bebé de un año, y que se quedó hasta tan tarde sin esperanza de horas extras que la justifiquen en casa.
Una primera mirada a su compañera no le dice demasiado: gesto profesional, postura correcta. Pero un imperceptible delay en las respuestas y en los movimientos delatan su debate interno.
"Se está imaginando la bonita escena conyugal que le espera en una hora; cuando llegue a casa, cansada, y su peor es nada le reproche su inútil carrera laboral usando de ejemplo el llanto inconsolable de la bebé, que no para de hipar por su dermatitis."
Viéndola así, se la notaba más contrita y fastidiosa. ¿Se le notaba, o estaba poniéndole su propia máscara perceptiva? Su sentido de la observación -que no conectaba con Nora con la misma la caridad que lo hacía con los tartamudos-, siguió disecándola sin piedad:
"Entre el cansancio y la frustración que tiene, la lista va a ser una carnicería. Como siempre, nos vengamos con los que no pueden defenderse."
Veinte empleos. Sin eufemismos: veinte vidas puestas a dura prueba, dependiendo del mal humor de una recién casada que piensa en su esposo y su bebé. La ley del gallinero.
"Ahora Nora calculará las liquidaciones finales, y pondrá en la lista los veinte más baratos, sin preguntarle a nadie, porque es una regla no escrita. En fin. Este laburo es una mierda".
Se preguntaba a menudo -más seguido últimamente-, cómo demonios terminó ahí. De aspirante a astrónomo a testigo casi mudo en reuniones corporativas en las que se juegan millones, y detrás de esos millones, vidas enteras.
"Y pensar que mi viejo era sindicalista..."
Se encogió de hombros, pasó al lado de Nora sin saludarla y salió a la calle. Odiaba todo eso. Incluso irse sin saludar.
En la calle fue peor. A esa hora, la pequeña ciudad norteña era un infierno, ardiendo al rescoldo de un sol rojo histérico que porfiaba su inclemencia hasta el último minuto del ocaso.
Se sabe que el calor sin el complemento del agua vuelve a las personas desconocidas más detestables, si fuera posible sumar la detestabilidad que provoca con uno mismo ese calor de horno.
Extrañaba estar aburrido, pero con aire acondicionado. Caminó deprisa, rebelándose contra la parsimonia de los otros peatones, achicando los metros entre él y la ducha.
Llegó, por fin, al departamento. Cerró la puerta y llevó a cabo el mismo ritual de siempre: sacarse la ropa con desesperación. Secreto placer de los que viven solos.
Entró al baño y se sumergió en la lluvia artificial, reconciliadora.
Una necesidad imperiosa se le impuso en cuanto el calor lo liberó un poco de su tormento.
Salió del agua demasiado pronto, apenas fresco, todavía mojado, con la toalla apenas en la cintura y los ojos inyectados.
Se sentó desnudo frente a la pantalla de la computadora. Abrió el editor de textos y escribió con una semisonrisa:
Siguió ahí por un buen rato.
Esa frase se instaló -en otro nuevo segundo de descuido- rebalsando la vacuidad craneal que le producía la fatiga y el aburrimiento. Un estricto sentido de la caridad humana le impedía reírse sin culpa de los tartamudos, y le decía con tonito santurrón que tampoco ese era momento de reírse de nada.
Si alguien en la sala de reuniones atribuyó la ligera chispa que cruzó por sus ojos a pensamientos divergentes, no lo dijo. Igual se ruborizó como si lo hubiesen retado. Y se odió por eso.
La cuestión era seria: veinte trabajadores perderían sus empleos en el corto plazo si el equipo del que formaba parte no pergeñaba una estrategia salvadora. Y esa estrategia no era otra que hacer dinero para justificar sus haberes.
El autor de estos pensamientos y rubores era una especie de ball-boy ideológico que debía recuperar los pelotazos que caían más lejos ("demonios ¿qué quieren que haga con estas ideas estrafalarias?"). Golpes dados por ejecutivos un jueves por la tarde, más preocupados por acabarse el balde de pelotas que por jugar un buen punto.
No podía juntar en la cabeza suficientes cifras (toneladas, metros cúbicos, o cualquier cosa mensurable y convertible en dinero) como para evitar desvariar y ruborizarse intermitentemente.
Al final, las soluciones propuestas se complicaban tanto que todos se desconfiaban como jugadores mentirosos en una mesa de póquer. Más que soluciones, parecían remiendos cada vez más torpes de los inevitables despidos. Su función de buscar pelotazos no tenía sentido, porque apuntaban a la Luna.
Todos querían convencerse de que no había solución e irse a casa con la conciencia tranquila. Esa era la verdad. Les pagaban buenos sueldos para preocuparse por esos problemas pero no tanto como para hacer milagros. Irse pasada las siete daba cierta sensación de deber cumplido.
"Está bien. Hicimos lo que pudimos. Nora, por favor, tenga la lista para mañana temprano".
El jefe está satisfecho del esfuerzo pero delega la cuestión odiosa del matadero en una simple empleada de 9 a 5 de Recursos Humanos, aunque todos sabemos que Nora tiene un marido casi nuevo, una bebé de un año, y que se quedó hasta tan tarde sin esperanza de horas extras que la justifiquen en casa.
Una primera mirada a su compañera no le dice demasiado: gesto profesional, postura correcta. Pero un imperceptible delay en las respuestas y en los movimientos delatan su debate interno.
"Se está imaginando la bonita escena conyugal que le espera en una hora; cuando llegue a casa, cansada, y su peor es nada le reproche su inútil carrera laboral usando de ejemplo el llanto inconsolable de la bebé, que no para de hipar por su dermatitis."
Viéndola así, se la notaba más contrita y fastidiosa. ¿Se le notaba, o estaba poniéndole su propia máscara perceptiva? Su sentido de la observación -que no conectaba con Nora con la misma la caridad que lo hacía con los tartamudos-, siguió disecándola sin piedad:
"Entre el cansancio y la frustración que tiene, la lista va a ser una carnicería. Como siempre, nos vengamos con los que no pueden defenderse."
Veinte empleos. Sin eufemismos: veinte vidas puestas a dura prueba, dependiendo del mal humor de una recién casada que piensa en su esposo y su bebé. La ley del gallinero.
"Ahora Nora calculará las liquidaciones finales, y pondrá en la lista los veinte más baratos, sin preguntarle a nadie, porque es una regla no escrita. En fin. Este laburo es una mierda".
Se preguntaba a menudo -más seguido últimamente-, cómo demonios terminó ahí. De aspirante a astrónomo a testigo casi mudo en reuniones corporativas en las que se juegan millones, y detrás de esos millones, vidas enteras.
"Y pensar que mi viejo era sindicalista..."
Se encogió de hombros, pasó al lado de Nora sin saludarla y salió a la calle. Odiaba todo eso. Incluso irse sin saludar.
En la calle fue peor. A esa hora, la pequeña ciudad norteña era un infierno, ardiendo al rescoldo de un sol rojo histérico que porfiaba su inclemencia hasta el último minuto del ocaso.
Se sabe que el calor sin el complemento del agua vuelve a las personas desconocidas más detestables, si fuera posible sumar la detestabilidad que provoca con uno mismo ese calor de horno.
Extrañaba estar aburrido, pero con aire acondicionado. Caminó deprisa, rebelándose contra la parsimonia de los otros peatones, achicando los metros entre él y la ducha.
Llegó, por fin, al departamento. Cerró la puerta y llevó a cabo el mismo ritual de siempre: sacarse la ropa con desesperación. Secreto placer de los que viven solos.
Entró al baño y se sumergió en la lluvia artificial, reconciliadora.
Una necesidad imperiosa se le impuso en cuanto el calor lo liberó un poco de su tormento.
Salió del agua demasiado pronto, apenas fresco, todavía mojado, con la toalla apenas en la cintura y los ojos inyectados.
Se sentó desnudo frente a la pantalla de la computadora. Abrió el editor de textos y escribió con una semisonrisa:
"Las siete de la tarde y esta reunión se alarga como el rosario de un tartamudo...".Una chispa se adueño de sus ojos.
Siguió ahí por un buen rato.
1 comentario:
Es dificil comentar acá porque uno corre el peligro de meterse en cuestiones técnicas y empezar a hablar como un escritor de taller.
Prefiero decir que mientras leía me identifiqué con Norita (esta nora, no la otra) para terminar dandome cuenta que en realidad me identificaba aún más con el narrador por la mirada esa que tiene sobre su trabajo y etc, etc, etc.
Alguna vez me gustaría saber cómo se siente eso de trabajar de lo que a uno le gusta/disfruta o comparte ideológicamente.
Uff. Qué largo. Perdón.
Salú.
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