Casi una estrella
Sábado a la noche. Fumo como un condenado mientras camino rápido hacia un antro de mala muerte. "Blues y algo de jazz", dijeron mis amigos. Suficiente, por lo menos. Es algo.
Veo estas casas sin vida y el desapego me invade. Desde hace semanas tengo una sola idea en la cabeza. La idea del reo de cárcel, del hombre casado con una mujer insoportable, del marino con seis meses en el mar: escapar. No importa dónde. Pero quiero irme.
Esta ciudad intenta retenerme, pero sólo logrará centrifugarme más lejos. Igual, la espera me mata.
Con sorpresa veo a Carlos entre el mar de cabezas, a la entrada del bar: un hombrecito pequeño, con cara de niño viejo, su infaltable guitarra enfundada y colgada del hombro.
La alegría de verme apenas se refleja en el brillo esquivo de sus ojos. Es quizá la persona menos demostrativa que conozco. Apenas con una semisonrisa separa los afectos del resto de la indiferencia que lo suele abrumar. Como tampoco soy un espamentoso, nos llevamos bien.
- ¿Qué hacés? ¿Tocás?
- Si, pibe. ¿Te prendés?
- Es que me dijeron que tocaban jazz - sé donde no me tengo que meter -.
- No, boludo, dale que hacemos algo. Te llamo y subís, no te pierdas.
Saludé a otros amigos, me encontré con los que me iba a encontrar. Fumaba, tan ausente como cuando venía caminando y tomaba un fernet con coca que me pusieron adelante. "Casi toda esta gente es conocida", pensaba. ¿Nos conocemos? No. Para nada.
Carlos toca en la guitarra un tema de Miles Davis. Me preocupa Miles Davis. Soy un palurdo, y Miles Davis es donde mueren los palurdos.
- Quiero llamar a un amigo, a ver si nos da una mano con esto.
Me mira. Sé que es a mí, pero el miedo escénico me petrifica (y no suelo tenerle miedo al público). Estoy mal, eso es lo que pasa. Bajo de energías, bajo de todo.
Hago un esfuerzo y subo. Me cuelgo (paradoja) una Gibson Les Paul negra, la mejor guitarra de mi amigo, pero que él ya casi no toca.
Me doy vuelta, ajusto los controles del Twin Reverb (groseros cien vatios que puede sonar como una seda, si se quiere), más o menos para contrarrestar el "twang" de la Gibson, que me incomoda. Algo de Gain... Bajarle el tono a los mics... Cierro los ojos, apoyo mi dedo mayor izquierdo en el quinto traste, compruebo que esté todo bien...
Y Carlos hace una seña de "¿todo ok?" y larga con "Zamba pa'ti".
Me quiero morir. Hace años que no la toco, y encima soy un palurdo (ya lo dije, pero es así). Hay partes enteras que las toco a mi aire, sin el mínimo respeto por Santana.
Sin embargo, como voy repitiendo las frases detrás de él, me animo y me relajo. En menos de ocho compases me siento mejor. La batería se carga rápidamente.
Llegan los solos. Carlos me señala, y me deja los primeros compases, cuando la samba de desmadra. En vez de Santana, me sale un Gary Moore, inexplicable. Donde debiera ir una nota, pongo cuatro. Me acelero. Subo un poco el volumen con el meñique, y el Fender Twin gana rispidez. Se pone denso. Es la guitarra, pienso, que me ordena ser Gary Moore.
El mástil de la Gibson no es el mejor para mí, es un tanto grueso y plano, y las cuerdas son demasiado finas para mis dedos bestiales. Los bendings son demasiado tentadores, y voy a cortar una cuerda si no paro un poco.
Miro a Carlos. Sonríe. Sabe que estoy en el cielo, y no osa interrumpirme. Pero sé que él también quiere. Y al final del compás, dejo que la Gibson resuene en un largo feedback para que él retome desde ahí a las más tranquilas aguas santanescas.
Nada de eso... Se lanza con una espeluznante catarata de semicorcheas, que levantan el aplauso del atiborrado barcito. Quieren eso. Dos músicos dando todo lo que pueden, no importa si uno es un virtuoso y el otro, ejem, un palurdo.
Dieciséis compases después, me cede el turno. Subo un poco más el volumen, y ya no soy Gary Moore. Soy un descastado en una ciudad que lo ignora, buscando redención en un escenario de tres por cuatro metros. Y voy por ella.
Toco primero con furia, la Gibson gime por mí. Aúlla. Me doy cuenta de que esto va a terminar mal. Podría estar llorando, pero eso es imposible. El ritmo se impone, la escala mayor de sol es luminosa y me rescata de las profundidades...
El instrumento soy yo, ya no un intérprete. Me elevo. Hasta mi postura corporal cambia. Cedo mi turno a Carlos, que me hace una seña para que hagamos el final a contrapunto. Me dejo llevar y vamos al final, un compás cada uno.
Terminamos en Sol, como Dios manda. Y aplausos, aplausos.
Agradezco, bajo del escenario. Me saluda todo el mundo. "No sabía que tocabas, man!". Me palmean, me felicitan.
Llego hasta donde mis amigos, que me tienen otro fernet listo y están llenos de sonrisas. Uno de ellos me dice "hijo de puta, parecía que le ibas a cortar las cuerdas".
Espero que termine el número de mi amigo, me despido. Salgo a la calle. Veo gente conocida, alguna que hasta tuvo hasta algún intento de intimidad conmigo.
Vuelvo a casa, caminando, solo. Pero ahora una canción retumba en mi cabeza.
Igual, me quiero ir.
Veo estas casas sin vida y el desapego me invade. Desde hace semanas tengo una sola idea en la cabeza. La idea del reo de cárcel, del hombre casado con una mujer insoportable, del marino con seis meses en el mar: escapar. No importa dónde. Pero quiero irme.
Esta ciudad intenta retenerme, pero sólo logrará centrifugarme más lejos. Igual, la espera me mata.
Con sorpresa veo a Carlos entre el mar de cabezas, a la entrada del bar: un hombrecito pequeño, con cara de niño viejo, su infaltable guitarra enfundada y colgada del hombro.
La alegría de verme apenas se refleja en el brillo esquivo de sus ojos. Es quizá la persona menos demostrativa que conozco. Apenas con una semisonrisa separa los afectos del resto de la indiferencia que lo suele abrumar. Como tampoco soy un espamentoso, nos llevamos bien.
- ¿Qué hacés? ¿Tocás?
- Si, pibe. ¿Te prendés?
- Es que me dijeron que tocaban jazz - sé donde no me tengo que meter -.
- No, boludo, dale que hacemos algo. Te llamo y subís, no te pierdas.
Saludé a otros amigos, me encontré con los que me iba a encontrar. Fumaba, tan ausente como cuando venía caminando y tomaba un fernet con coca que me pusieron adelante. "Casi toda esta gente es conocida", pensaba. ¿Nos conocemos? No. Para nada.
Carlos toca en la guitarra un tema de Miles Davis. Me preocupa Miles Davis. Soy un palurdo, y Miles Davis es donde mueren los palurdos.
- Quiero llamar a un amigo, a ver si nos da una mano con esto.
Me mira. Sé que es a mí, pero el miedo escénico me petrifica (y no suelo tenerle miedo al público). Estoy mal, eso es lo que pasa. Bajo de energías, bajo de todo.
Hago un esfuerzo y subo. Me cuelgo (paradoja) una Gibson Les Paul negra, la mejor guitarra de mi amigo, pero que él ya casi no toca.
Me doy vuelta, ajusto los controles del Twin Reverb (groseros cien vatios que puede sonar como una seda, si se quiere), más o menos para contrarrestar el "twang" de la Gibson, que me incomoda. Algo de Gain... Bajarle el tono a los mics... Cierro los ojos, apoyo mi dedo mayor izquierdo en el quinto traste, compruebo que esté todo bien...
Y Carlos hace una seña de "¿todo ok?" y larga con "Zamba pa'ti".
Me quiero morir. Hace años que no la toco, y encima soy un palurdo (ya lo dije, pero es así). Hay partes enteras que las toco a mi aire, sin el mínimo respeto por Santana.
Sin embargo, como voy repitiendo las frases detrás de él, me animo y me relajo. En menos de ocho compases me siento mejor. La batería se carga rápidamente.
Llegan los solos. Carlos me señala, y me deja los primeros compases, cuando la samba de desmadra. En vez de Santana, me sale un Gary Moore, inexplicable. Donde debiera ir una nota, pongo cuatro. Me acelero. Subo un poco el volumen con el meñique, y el Fender Twin gana rispidez. Se pone denso. Es la guitarra, pienso, que me ordena ser Gary Moore.
El mástil de la Gibson no es el mejor para mí, es un tanto grueso y plano, y las cuerdas son demasiado finas para mis dedos bestiales. Los bendings son demasiado tentadores, y voy a cortar una cuerda si no paro un poco.
Miro a Carlos. Sonríe. Sabe que estoy en el cielo, y no osa interrumpirme. Pero sé que él también quiere. Y al final del compás, dejo que la Gibson resuene en un largo feedback para que él retome desde ahí a las más tranquilas aguas santanescas.
Nada de eso... Se lanza con una espeluznante catarata de semicorcheas, que levantan el aplauso del atiborrado barcito. Quieren eso. Dos músicos dando todo lo que pueden, no importa si uno es un virtuoso y el otro, ejem, un palurdo.
Dieciséis compases después, me cede el turno. Subo un poco más el volumen, y ya no soy Gary Moore. Soy un descastado en una ciudad que lo ignora, buscando redención en un escenario de tres por cuatro metros. Y voy por ella.
Toco primero con furia, la Gibson gime por mí. Aúlla. Me doy cuenta de que esto va a terminar mal. Podría estar llorando, pero eso es imposible. El ritmo se impone, la escala mayor de sol es luminosa y me rescata de las profundidades...
El instrumento soy yo, ya no un intérprete. Me elevo. Hasta mi postura corporal cambia. Cedo mi turno a Carlos, que me hace una seña para que hagamos el final a contrapunto. Me dejo llevar y vamos al final, un compás cada uno.
Terminamos en Sol, como Dios manda. Y aplausos, aplausos.
Agradezco, bajo del escenario. Me saluda todo el mundo. "No sabía que tocabas, man!". Me palmean, me felicitan.
Llego hasta donde mis amigos, que me tienen otro fernet listo y están llenos de sonrisas. Uno de ellos me dice "hijo de puta, parecía que le ibas a cortar las cuerdas".
Espero que termine el número de mi amigo, me despido. Salgo a la calle. Veo gente conocida, alguna que hasta tuvo hasta algún intento de intimidad conmigo.
Vuelvo a casa, caminando, solo. Pero ahora una canción retumba en mi cabeza.
Igual, me quiero ir.
2 comentarios:
A veces el mejor escape no es suficiente. Es como cuando uno quiere sanguchitos y hay tarta. Se acuerda?
Me gusta mucho la pasión que le pone a las cosas... sabe? Palurdos del mundo, uníos!
PD: meta, mañana por ahi subo algo mío.
A veces, cuándo uno se encuentra en una jaula (llamese lugar de residencia, trabajo, relación sentimental)encuentra una especie de intersticio, a veces, real; un lugar pequeño en un determinado momento en dónde uno puede acercarse a cierto sosiego, aunque sea un poco. A veces, ese remanso se da dentro de nuestra cabeza (algunos lo llaman "prender el piloto automático) y tambien, por un momento, uno puede encontrarse en calma.
No cambia nada. Uno, igual, siempre va a querer salirse de la jaula pero estos momentos son un descanso para recuperar el aliento.
Vamos p´alante.
Salú. (y serenidad)
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